La carrera de los actores hollywoodenses que tuvieron su época de gloria en el cine de acción ochentero están un tanto mayores. A fecha de diciembre de 2020, Chuck Norris tiene ochenta años, Sylvester Stallone setenta y cuatro, y Arnold Schwarzenegger setenta y tres. Estuve tentado por un momento de incluir en esta lista a Mel Gibson, pero hay claras diferencias.
A pesar de que el neoyorquino comenzó a dejar historia en el cine con Mad Max en 1979, y en su carrera quedará para siempre el sello de esa saga que es Arma Letal (1987), su trayectoria es heterogénea y sorprendentemente joven; es decir, parece estar lejos de llegar a su fin. Sus 64 años no son tantos para alguien que dejó huella en los desiertos de George Miller; fue Hamlet hace tres décadas; ha protagonizado americanadas de todo tipo; ha estado en el cenit de fama internacional con Braveheart; removió el mundo del cine con su particular pasión de Cristo; fue repudiado por el hollywood tradicional en su momento; ha dado su visión americana de rigor sobre la segunda guerra mundial con Hasta el último hombre; ha trabajado en todo tipo de papeles mediocres para poder seguir pagando un nivel de vida seguramente inapropiado, y ahora… es Santa Claus.

Admito que éste fue el cebo que me hizo picar el anzuelo; Mel Gibson haciendo del dador de la navidad. Como digo, con este actor tengo miedo de qué me puedo encontrar, pero también curiosidad. El guion corre a cargo de los hermanos Neilms, un dúo de cineastas de éxito muy discreto, pero que cuanto menos abogan por contar historias desde una perspectiva propia. Sí, sé que hablar de matar a un Santa Claus interpretado por una vieja gloria del cine de acción suena a resorte oxidado, y un motivo más resacoso que inspirado para hacernos introducir palomitas en el microondas, pero seguro que habéis dado una oportunidad a peores propuestas.
Vuestros peores miedos parecerán hacerse realidad cuando en uno de los primeros planos ya estéis presenciando un innecesario manejo de armas de fuego; sin embargo, al final todo tiene cierto sentido. A pesar de arrastrar algún que otro cliché a nivel de guion dramático de acción norteamericano, unos cuantos matices nada superficiales dotan al cuerpo de la cinta de un sabor muy distinto. Walton Goggins, quien sin ningún tapujo se dibuja desde el principio como el villano en potencia, roba plano a plano y minuto a minuto el protagonismo y brillo del guion. Es él quien coge las riendas y transforma la película, con su experiencia en Los odiosos ocho (2015) y Justified: la ley de Raylan (2010-2015), en un western de fantasía navideño.
Su cometido es el de asesinar al Santa Gibson de turno, por un encargo de un niño malcriado y con un poder familiar fuera de toda medida, quien ha recibido carbón de forma totalmente merecida. Ahí se activa la maquinaria del guion, pero los ingredientes comienzan a cobrar sentido poco a poco.
La conexión entre la malacrianza del pequeño demonio y el mercenario, junto a la de éste con el propio Santa Claus, son el eje de una historia que, sorprendentemente, merece ser contada. No es una realización perfecta de la idea, pero aquí se nos presenta a un hombre aparentemente humano y normal. Chris, que vive con su pareja, Ruth, en algún frío lugar, y está a cargo de la difícil tarea de dirigir un taller de juguetes y repartirlos en cierto día del año. Para ello, tiene que hacerse cargo de sus facturas, como un dueño de una pequeña fábrica cualquiera, con la diferencia de que trabaja para el Estado. Gibson, sobre el papel, se estaría haciendo cargo de un papel pasivo en la historia, ya que él recibe el móvil que acciona el funcionamiento de la película, pero logra sorprender humanizando al mágico símbolo de la navidad. Es una interpretación simple y cotidiana, pero hace ‘clic’ con el personaje, ya que es justo lo que le da una capa diferente, subvirtiendo el arquetipo y creando una variante alejada de lo que podíamos pronosticar.
Como si de un cuento clásico se tratase, hay cierto cariz de moraleja retorcida y no necesariamente esperanzadora, o de un solo color. Simplemente sabe apartarse ligeramente y a tiempo de todos los temas a los que podía dar una respuesta clara e ignorante, y se centra en la historia que ha venido a contar. Es un café, que intenta ser más puro de lo que pudiera parecer viendo el color, antes de probarlo.
La cinta no termina de rozar una realización espléndida en ningún aspecto, pero eso no es algo que parezca haberle importado a otros clásicos navideños. En este caso, no tiene pinta de que vaya a trascender a la cultura popular, y apuesto firmemente a que ésto podría haber ocurrido en tiempos más prósperos para la “cinta de videoclub”; pero a cambio, sirve de base para que quizás se exploren temas más peliagudos acerca de una época de sentimientos hiperbólicos, tanto para bien como para mal.

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