Estamos condenados a la falsedad de los ciclos. Hace pocos días, felicitando el año nuevo a mis amigos, se me ocurrió concretar que sólo era un estúpido cambio de número en el calendario. Estuvo más acertado un amigo mío, puntualizando que la tierra tenía su mérito, que no debe ser fácil pegar todo ese giro alrededor del sol. Acto seguido, caí en la cuenta de que estábamos celebrando lo que la fuerza de la gravedad es capaz de hacer. Es algo constante, pero dedicamos un momento específico para homenajear esa titánica proeza de forma periódica.

También tenemos nuestras estaciones, nuestros meses, fiestas anuales, y en definitiva una forma de situarnos en algo que no deberíamos tratar de comprender en su plenitud, como es el tiempo. Estamos anclados a este elemento —las horas, los días, la pérdida de este mismo instante—, por lo que nos sentimos con más poder sobre él cuando sentimos que es predecible, cuando lo encorsetamos, echamos redes sobre él y ya no lo percibimos como un animal indomable que domina y devora a placer nuestra existencia.

El calendario establece unas bases cíclicas sobre las que gestionamos nuestros recursos vitales. Tu forma de mirar los días cambian si tienes hijos, vives solo, trabajas seis días a la semana, o sientes que no eres capaz de verle sentido a esto de estar vivo. Tu sensación de poder difiere, pero en todos los casos es igualmente falsa. El tiempo decide, y no nosotros. Me he dado cuenta, a posteriori, de que esta lección que me ha dado el pasado año ha definido mi uso de los momentos.

Así es que poco importa el año, qué se ha producido en él, o qué has decidido consumir. Quizás sí importe en qué te transformas. Hablamos de nosotros mismos al hablar de la ingesta cultural, pero pareciera que no existimos si no hay dicho atracón y no podemos exponerlo en un escaparate social, a modo de filtro arbitrario sobre cómo regir nuestras interacciones con otras personas. Gustos, juicios y conversaciones materiales como vehículos sobre una autopista que va construyéndose, sin cesar, en línea recta a nuestro paso. No nos dirigiremos hacia ningún lugar hasta que no paremos y, caminando lentamente, salgamos del asfalto.

Me estimula leer a personas, y para ello hace meses que decidí volver a releer autores y autoras que había leído años atrás; para conocerlos mejor, y que me hicieran conocerme mejor a mí mismo. No esperaba yo que Christopher Paolini fuera a ser un compañero de viaje a estas alturas, pero cuando viejo amigo ha dejado buen recuerdo en la memoria, siempre hay un asiento cerca en el tren. No he encontrado la paz mental suficiente para disfrutar del cine japonés de las últimas décadas, lo que me podría considerar una espina que aún está por quitar. Lo que sí me ha encontrado a mí es el equilibrio vital adecuado para no depender más de las redes sociales. Es contraproducente que rijamos nuestros valores por un bailes de máscaras; son lugares donde aportar algo e intercambiarlo por lo que otras personas ceden para quien quiera recogerlo, pero no le deis toda vuestra energía. Y por si fuera poco, no puede traer nada bueno a largo plazo, que nuestras influencias culturales sean leídas y puestas en valor en bolsa inmediatamente, incluso antes de que podamos asimilarlas.

Hablamos de consumo cultural, cuando es consumo a secas. Mi comida rápida de este año han sido los servicios de suscripción, donde apenas he digerido, pero he podido solventar el hambre de forma simple y eficaz. Mientras, he podido centrar esfuerzos en el crecimiento personal, ya que cuando uno se va haciendo viejo y no quiere perder el tiempo en crisis, toca seguir adelante más «a pesar de» que «gracias a». Aun con la edad en contra, he iniciado mi viaje por el idioma ruso, llegando a un nivel escrito y leído muy modesto pero reconfortante: mi cerebro aún no es una roca.

Y en última instancia he comprendido que incluso siendo un escritor mediocre —y esto no es falsa modestia, estoy siendo incluso generoso conmigo mismo—, quizás tenga algo que decir al mundo. Estoy escribiendo una novela y debería estar terminada durante la primera mitad de este 2021. Es una historia que lleva varios años construyéndose en mi cabeza, pero que nunca antes había creído necesario escribir. Como si pudiera morir junto a mí sin que nadie fuera a sentir su ausencia. Es esto lo que nos ocurre a menudo: el miedo a crear vacíos. Ahora tengo un libro que escribir, una historia con la que dejar parte de mí en otras personas cuando yo me haya ido. En caso de no llegar a hacerlo, estaría dejando un hueco insalvable, no por mi valor, sino por el valor intrínseco de contar algo. Escribimos mucho y contamos poco. No cerramos la boca pero no decimos nada. Ya lo sabéis, en todo caso. Mientras tanto, en el fondo de todas las personas hay una fuente casi inagotable de sensaciones y formas subjetivas de ver la existencia que, de no ser por nuestra capacidad para comunicar, serían intransferibles y desaparecerían cuando se va la luz de nuestros ojos.

No temáis el llegar tarde, cuando se trata de momentos en la vida. Vais a estar siempre igual de solos, igual de cansados, viejos y sin orientación. De eso se trata. De que aun así, a pesar de que todo el tiempo sea una farsa, la función continúe. De que sin necesidad de sensación de poder alguna, podamos seguir haciendo de cartón la tristeza de sentirnos irrelevantes. No hay tiempo suficiente en esta vida para dejar de ser ignorante, así es que he decidido usar mi falta de conocimiento. Aprender con ella, abrazarla y crecer a su lado. He perdido un poco el miedo a no saber vivir.

Bueno, creo que eso ha sido mi 2020.


Espada y Pluma te necesita

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