Hace mucho que no me pongo a escribir aquí. Quiero decir, publiqué el mes pasado, pero no era escribir, era contaros lo poco que me había gustado del año pasado. Hoy me siento a escribir. Hace mucho que no me pongo a escribir aquí. Quiero decir, la última vez que os escribí, ¿Cuándo fue? ¿Mayo? Ni siquiera, creo que febrero. En fin, hoy me siento a escribir. ¡No! Era octubre, el cuento. Pero eso no es escribir(os), eso fue escribir(me). A mí. Da igual.

Quiero comentar varias cuestiones, el título lo he puesto antes de empezar, espero que no me condicione. Arreglo posterior: he cambiado el título 20 veces. Hace mucho que no me pongo a escribir por aquí. Hay algo muy curioso que he notado en el momento en el que, entrando a TikTok, descubrí la capacidad de conseguir libros que creía desaparecidos en no menos de un minuto. De golpe y sin darme cuenta, ¡pam! treinta y cinco libros nuevos añadidos a un libro electrónico cuya protección ya no me convencía tanto como cuando la compré. Hay un enorme estigma sobre lo que uno lee, pues uno debe presentarse en alto como un consumidor salvaje o un recatado sommelier de alta cultura. La cuestión es que el filón de la descarga descarada de caras y libros fue ingente en menos de dos horas. ¿Resultado? Un maravilloso estante virtual semi-real: es real porque es, pero no existe porque no es. Es curioso esto, pero no es por donde quiero ir, sino que se trata de hablar aquello que descargué. Ni siquiera es de aquello que descargué, sino de lo que encontré tras descargar.

Roland Barthes en brazos de su madre, Henrriette Binger, en Urt (1925)

Roland Barthes, este señor de aquí, habló de muchas cosas. Tenía tiempo para hablar de ellas, y ganas, y una más que posible señora que se encargara de doblarle la ropa cuando llegaba a casa y se encargara de prepararle la cena. Gracias a esa más que posible señora, Barthes tuvo la posibilidad de desarrollar el genio que llevaba dentro. Y una de las estelares culminaciones mánticas de este señor fue la de hablar de la lectura. Muchos señores han hablado de la lectura gracias a las señoras que hay detrás. Yo, como señor, estoy hablando de la lectura gracias a la señora que hay detrás. Sin embargo, no he sido capaz de inventar conceptos tan… ¿obtusos? No, … Tan matizados como este señor, Roland Barthes. La cuestión es que él habla mucho de muchas cosas que hacen ¡pium! y todo el mundo escucha el sonido de la estela que escala el cielo como un fuego artificial apunto de estallar y luego hacen pumb… con el desgano habitual de alguien que ha revisado un examen mal respondido. En este caso que justo acabo de leer, ha sido así: lo legible y lo escribible.

Como esto no es un texto sobre Barthes, simplemente voy a decir que se trata de dos actos que no tienen más secreto que la capacidad de leerse y la capacidad de escribirse. Según Barthes, lo legible debe trascender a lo escribible, pues la lectura por la simple lectura genera un sujeto intransitivo, un sujeto-carreterasecundariamalasfaltada. Y es interesante, hay un motivo creador de la lectura que debe sugerir la impronta efusión de nuevos caminos y destinos de una nueva estética generativa. Con el tiempo, probablemente, se empezaría a implementar la lectura en los colegios y la máxima prioridad de lo legible sea crear y despertar inquietudes ocultas de un ser que crea lo escribible. Sin embargo, esto no es más que consumo y producción: yo consumo la lectura para producir la escritura. Y parece un ciclo cerrado en sí mismo, como si la implicación del sujeto lector-escritor se agrietara a cada vuelta que da la rueda y exprimiera su esencia más íntima y nostálgica en eso que la gente puede comprar por el módico precio de 21,99€.

Hay, ciertamente, una pretensión de elitismo dentro de esta concepción transitiva del sujeto, pues se espera del texto consumido una posible tridimensionalidad en la que el sujeto lector se inscriba de forma totalmente sorpresiva a una realidad que desconoce y le asombra. Se espera, como traduce María Fernández del Soto, que el sujeto de lo legible «se embarque en el juego [de la lectura] y acceda a la magia del significado, al placer de la escritura» y no merme su libertad a la ínfima posibilidad de «aprovechar o rechazar el texto». Bien, esto requiere de un claro bagaje literario (en tal caso) que convierte la idea de texto-juego en una suposición que ML. Ryan llama esotérica. Ciertamente, la linealidad que se plantea en el proceso de producción y consumición de la literatura pasa por la expectativa de requerir un mínimo de sabor estético al que, como asume Barthes, no tienen acceso los sujetos intransitivos, los sujetos no creadores.

Consumición compulsiva

Pero como el ¡Pium! ha sido muy estelar y visual (pues nadie dudaría de la increíble capacidad creadora de uno mismo), debe venir un Pumb… que lo acompañe a fallar en el exacto momento de la pretensión creadora y reveladora del texto. En este caso, creo que en vez de apagarse, el petardo que ha lanzado Barthes se ha parecido más a un tiro por la culata. Como estructuralista aprehensivo, los giros argumentales de las vidas de la periferia pasan desapercibidos ante su monolítica arquitectura de pensamiento. La creación y generación de las dinámicas que articulan lo escribible parten de la asimilación (incluso fagocitación, aunque Barthes no era tan amante de Hegel) de lo legible, pero Barthes, creo (no he leído toda su obra y este señor se contradice más de lo que habla), no contaba con la maravillosa creación del blog.

El blog es una cosa maravillosa, pues es un espacio donde ningún editor rancio debe rechazar tu texto para que tu público pueda leerte. Barthes, tal vez como otros grandes señores de la época, contaba con la dilución de los estándares del canon actual ante la creciente intervención de las corrientes de la recepción que venían, supuestamente, a enarbolar la satánica escuela del New criticism, algo así como señores muy salidos que solamente se fijaban en el físico de las literaturas. Bien, volviendo al blog y dejando a Roland, el blog es una cosa maravillosa, pues permite a la gente escribir y publicar y ser consumida sin el filtro de grandes señores-apósitos que les niegan la entrada al panteón de la literatura cenotáfica. Y desde aquí, ¿de dónde extraerían los nuevos escritores la fuerza y la legibilidad para escribir? Bueno, pues de su alrededor, de lo que consumían, de lo que querían consumir. Antes, incluso, de consumir algo, lo producían y lo consumían. No era la construcción de un juego-texto, sino más bien un mundo-texto: muchos contaban su día a día, muchos recurrían a la autoficción biográfica y otros aprovechaban para rescribir aquello que consumían y querían volver a consumir. La creación de un texto mundo (concepto de ML. Ryan) es la creación de un espacio narrativo en tres dimensiones que permite a quien está dentro, disfrutar tranquilamente de lo que le rodea. ¿Y la generación de ese espacio, entonces, cómo se traslada a un segundo espacio lector? ¿Cómo consigue un lector de blogs iniciarse en la lectura y en lo escribible si no existe una dimensionalidad esotérica del significado textual? Bien, no tengo ni idea.

Tiempo nuevo, producción nueva

De lo que sí que tengo idea es de que el consumo cultural está condicionado en un contexto socioeconómico determinado que propicia ciertas conductas, actitudes y extensiones narrativas que corresponden a necesidades aspirativas muy concretas de un reducido grupo social. Por lo tanto, con el auge de la burguesía francesa surgió el realismo en el siglo XIX del mismo modo que con el auge de la corte imperial japonesa del siglo IX surgió el realismo. Por mucho que se intente engañar a la memoria diciendo que el realismo surge gracias a la revolución del 1848 y en España surge gracias a la revolución del 1868, la realidad es que ninguna de las dos revoluciones fue la causa de la creación del movimiento literario del realismo (Balzac, Flaubert, Stendhal…), sino que las condiciones socioeconómicas específicas del momento generaron una estética que surge siempre que se reproduce ese fenómeno. Esto mismo pasa cuando en España tenemos el siglo de Oro en el siglo XVI-XVII (Sí, a Garci lo meto en el siglo de Oro, mátame) con Góngora, mientras que casi dos siglos después llega a Grecia Adamantios Koraís a poner orden. Y es que en ambas culturas, el detonante no fue histórico, sino socioeconómico y, en este caso concreto, también lingüístico. En órdenes más cortas de tiempo, cuando en Europa llegó el surrealismo de la mano de Tristán Tzara y el otro señor que no me acuerdo el nombre en 1924, en Portugal llegó durante los años 80, pues el detonante del movimiento surrealista no es el momento histórico de la «creación» del psicoanálisis, sino que es la incisión en estructuras narrativas que vayan más allá del ordenamiento lingüístico consciente, como con Nuno Júdice, maravilloso. La cuestión, que me voy de tema, es que las circunstancias estéticas y narrativas que se suceden en la actualidad no son producto de un detonante histórico (algunos teóricos lo sitúan en el 11-S con Iwan McEwan), sino que corresponde a un contexto socioeconómico que incide directamente en la creación de un universo literario ajeno, por primera vez, al editor.

Antiguamente, los libros no se escribían como los escribimos ahora. Muy antiguamente, había un valor, en la escritura, de conservación. Posteriormente, hubo un valor personal, el joven aristócrata que deseaba escuchar una historia sobre un valeroso y fornido hombre como él que rescataba a una princesa de ser violada por un dragón. Estos grandes jóvenes incluían, en sus peticiones, valores personales que atribuyeron un modelo narrativo mundial que hasta a día de hoy tenemos. Un ejemplo de ello son las pasarelas de modelos. Si leemos cualquier texto de ese antiguamente, veremos que hay muchísimos concursos de belleza, donde el dios Amor expone a un montón de cuerpos desnudos de hombres y mujeres para que el hombre-héroe asentara (o más bien, demostrara) su masculinidad a través de la castidad (esto está en Foucault, en historia de la sexualidad cuando habla de Las etiópicas). ¿Qué sucede? Pues que a día de hoy seguimos teniendo concursos de belleza donde mujeres simétricas se pasean ante el ojo-cámara de un cúmulo de estridentes abuelitos babeantes y madamas marionetistas que lucen su belleza desde otros cuerpos más jóvenes. Tal y como sucedía en las fantasías de los jóvenes aristócratas de la época. Luego, como auguró Larra, ese mecenazgo desapareció, pues los aristócratas no superaron el nivel de la guillotina y ahora la producción literaria quedaba en manos de un horroroso público, como lo describía Larra, en el que se concentraban todas las expectativas y decepciones del mundo. Antes, en otras palabras, tenías que contentar al mecenas; ahora, debías contentar al público. Un caso muy gracioso son Los libros de Diana, de Jorge de Montemayor. A ver quién es el valiente que se lee eso hoy en día. Bien, pues en su época fueron el best-seller más vendido de todos porque el público estaba claro: aristócratas idolatrando la vida pastoril.

En fin, que me voy de tema (si no me he ido ya veinte veces), que antes no se escribía como se escribe ahora. Desde el romanticismo, la escritura ha pasado a entenderse como un acto secreto, un acto de intimidad con uno mismo. Y leemos al joven Werther, y escuchamos la noticia del suicidio bucólico de Kleist y Adolphine Vogel, y asistimos al Fausto de Goethe, y descubrimos a Mary Shelley, y lo que es mejor, la historia de su creación, en su mansión, en una fría noche de lluvia, en un único y revelador acto de efusión divina y redentora con el que pariría a la figura de Frankenstein, algo similar a Mariah Carey con All I want for Christmas is you durante los 15 minutos que tardó en crear su único éxito. Y con todo esto, nosotros, consumidores compulsivos de otras vidas, presentes en la virtualidad de otras personas, ajenos a nuestro alrededor, nos sentimos acompañadas por los actos de valentía de un mundo mejor, un mundo más bello, una cesión de las problemáticas de uno mismo y un origen del espejo.

El origen del espejo

Nosotros, vosotros, nos criamos con la televisión. No tanto porque hubiera o no una televisión en casa, sino más bien porque existía, en el imaginario colectivo recientemente globalizado, una imagen de la televisión. No es difícil leer, ahora que somos adultos, a otros adultos narrando con nostalgia las experiencias prescolares en las que veían una serie antes de ir al colegio, o la veían después de salir de la extraescolar de turno, o la veían cuando no había nadie o cuando todos estaban cenando. Hay en la televisión un carácter de interrupción en la vida presente de los espectadores que los convierte en sujetos telepresentes de una realidad ausente a su contexto. Ahora, mientras cenamos, podemos ver y sentir el terror de aquellos atropellados sin nombres que la televisión pasa durante la noche. Ahora, mientras esperamos a la llegada de los mayores, podemos sentir y ver fantasías construidas para nosotros, como si fuésemos jóvenes aristócratas de la Antigüedad. Hay un consumo colectivo que sucede ajeno a las problemáticas socioeconómicas del momento y que, sin embargo, son producto de las mismas.

Vamos con Sakura Card Captor y Barthes. Sakura es un anime de los 90 (creo, como mínimo lo pasaban durante los 90) que consiste en las aventuras de Sakura recuperando los espíritus encerrados en unas cartas que ella misma despertó durante el primer capítulo. Fácil, ¿no? Bien. Barthes (en realidad creo que no lo dijo él, pero bueno) habla de que la función de un héroe es el restablecimiento del orden perdido. Ulises, en la Odisea, debe regresar a Ítaca porque en Ítaca se ha perdido el orden sin su mandato: los ciudadanos buscan hacerse con el poder en su ausencia y Ulises, como héroe, regresa victorioso a su isla para recuperar aquello que es suyo (Penélope) y restaurar el origen, el orden (Ítaca). Y en el camino, suceden muchas cosas. Ulises, por su parte, está ayudado por el destino. Si bien los dioses lo odian, la razón de su salvación se debe al destino, al destino del héroe, que no es otro que el de restaurar el orden. Bien, ¿Qué causa el caos en Ítaca? ¿Su ausencia o su ida? ¿El verdadero héroe recupera el orden perdido con su presencia o con acción? Sakura, por su parte, es quien genera el caos y debe restaurar el orden. Cada capítulo está narrado de forma autoconclusiva porque está pensado para ser consumido en televisión. El espectador, del mismo modo que el lector-oyente griego, debe entender el significado y el valor ético de la acción heróica en el tiempo en el que suspende la realidad para entrar en los parámetros de la fantasía: 20 minutos. Por lo tanto, cada capítulo consiste en la recuperación de una porción del orden fragmentado por parte de Sakura. El viento, el fuego, el tiempo, el agua, la fuerza… Todos esos elementos no suponen, sin embargo, un obstáculo a Sakura para llevar una vida tranquila y ejemplar en un colegio de primaria. ¿Qué causa el caos en Sakura? ¿Su ausencia o su presencia? ¿La verdadera heroína recupera el orden perdido con su presencia o con su acción? ¿La acción de recuperar las cartas es un acto de redención o es un acto de responsabilidad?

Estas preguntas tan filosóficas no lo son tanto por el simple hecho de que el espectador de 8 a 10 años que consumía estas series adquiría sus valores morales y estéticos a través de la asimilación de estos órdenes narrativos que le permitían acceder a nuevas estructuras de sentido y, por lo tanto, de acción. La niña que ve Sakura Card Captor puede imaginar ser Sakura, pues Sakura, como heroína, es el reflejo del espejo al que mira la niña. ¿Y cómo se convierte la niña en heroína, si en su mundo no hay cartas de Clow ni espíritus, ni amigos, ni nada? A través de pequeñas repeticiones estéticas que generan la impresión de adhesión personal a un otro, a un Gran Otro, como diría Lacan o Foucault. Entonces, la niña que consume Sakura empieza a patinar (algo totalmente normal a la edad) y busca en las relaciones con las demás personas unas dinámicas conversacionales similares a las que ha consumido y en las que se ha visto reflejada. Con algo así, está construyendo lo escribible de su cosmovisión a través de lo legible articulado a través del consumo de su reflejo.

Vamos con Digimon. En Digimon ya no hay una heroína que debe restablecer un orden perdido, sino que hay ocho niños elegidos, cada uno con su personalidad, dispuestos a salir del mundo digital al que se han visto abocados. Aquí, restablecer el orden perdido no consiste en un acto de redención ni de responsabilidad por el error, sino que consiste en un acto de supervivencia. Por lo tanto, el orden debe recuperarse para uno mismo y no para el otro. Bajo este paraguas se construye el primer Digimon. ¿Y bien, las protagonistas? A diferencia de Sakura, donde Sakura es la heroína y transmite unos valores morales y estéticos dignos de una chica capaz de responsabilizarse de sus actos, en Digimon, en tanto que se convierte en una serie de supervivencia, pasan a ser una figura de apoyo emocional del hombre, algo así como esa más que posible señora que había detrás de Roland Barthes limpiándole los zapatos, planchándole la ropa y haciéndole la comida. Por supuesto, te presentan una esquina amorosa en la que los dos varones protagonistas luchan por conquistar el poder y, como en las fantasías de los jóvenes aristócratas de la Antigüedad, conquistar el amor de la mujer. Sin ir más lejos, la construcción del personaje femenino «potente», Sora, gira en torno al amor, pues de la mujer se espera esa irrefrenable vocación de darse a los demás. Por otra parte, el hombre ocupado, devorado por el capitalismo de la producción, es rescatado por la segunda mujer del grupo, Mimi, quien cumple con los cánones estéticos de lo que debe ser una chica: débil, irritable y vestida de rosa. ¿Qué supone, entonces, para la niña que mira Digimon, la reproducción de valores sexistas que la relegan a una posición de cuidado del hombre-héroe y de apoyo emocional al hombre-triste? Que, al igual que Penélope en la Odisea, la niña adquiere el valor de la espera: mientras los hombres solucionan los grandes problemas, las mujeres se reducen a mirar, llorar y contener. Y con esto, que se repite en casi todas las series de Digimon, se reproduce un valor que refleja en la niña que se contempla en el espejo, la imagen de un futuro como mujer cuidadora, salvadora de los demás, ángel de los otros. Luz. ¿Y qué hacen los hombres, representados como profundos seres incontenibles de deseos, pasiones, secretos y aristas de su trabajada personalidad? Pues les damos a los niños que miran la serie, aquello que quieren ver: al héroe (encima, a elegir entre 5 posibles héroes según tu personalidad) que rescata, de un modo u otro, a la princesa en apuros.

Los problemas del espejo

Entonces, ¿Cuál es el problema? Hay series para todo y para todos, ¿no? Lo cierto, sin embargo, es que no. Salvo Sakura Card Captor, Sailor Moon y alguna más que no recuerdo ahora, la mayoría de series estaban enfocadas en la creación de valores diametralmente opuestos entre la niña y el niño. Y esto, en un principio, puede no tener más que un valor imaginativo, pero ciertamente se reproduce en las formas en las que las personas, cuando crecen, afrontan las problemáticas de su día a día. El niño empieza a jugar a fútbol y necesita todo el campo, y la niña quiere patinar, pero no se pueden llevar cosas al colegio, salvo pelotas de fútbol; y aunque hay muchas más niñas que niños, los niños no dicen nada extraño cuando piden el patio entero para ellos, porque simplemente imitan a los mayores que usan todo el patio para jugar al fútbol; y las niñas, aunque son más que los niños, imitan a las mayores, que usan las esquinas del patio para hablar entre ellas. El hombre sale a trabajar, la mujer cuida a los niños; ¡ahora el padre también cuida a los niños! Pero es que quieren más a mamá; y ahora a papá le han ofrecido algo mejor de lo que tiene, ¡puede mejorar! Y la mamá, como Mimi o Sora en Digimon, apoya fervientemente a su marido y lo felicita y le asegura el trono sobre el que se sentará su marido cuando llegue a casa exhausto de trabajar en su nuevo puesto. Mientras tanto, mamá seguirá cuidando a la familia, ¡Será la que manda! Y papá le dirá a los niños que ¡Mamá da miedo! Y los niños entenderán que Mamá es la señora y heroína de la casa. Pero nada más. Pues en el afuera, tras las paredes de la casa, es papá quien trabaja y es quien restablece el orden perdido en el reino de casa. Y es mamá quien teje un telar y lo desteje cada día esperando a que papá llegue para solucionar lo que queda de día con un grito o un juguete nuevo. Y es a papá a quien quieren, pues es quien llega a casa para establecer el orden perdido, es el héroe, es el que regresa a casa. Y mamá queda relegada a la normalidad, queda anulada a un sujeto intransitivo que siempre va a estar allí, como una cómoda o un horno. Y no nos extrañamos de esa aberración, pues nos han mostrado, en nuestro reflejo, que eso es lo que debe ser. Hemos consumido compulsivamente el horror de la deshumanización y la hemos asimilado.

Creación compulsiva

La creación del blog ha sido maravillosa, pues ha permitido que cualquiera pueda escribir y publicar aquello que quiere crear o dar al mundo sin pasar las rancias opiniones de un editor que tiene a una más que posible señora sosteniéndole la casa. Pero la creación del blog no ha sido maravillosa solamente por eso, sino porque ha supuesto la posibilidad de colectivizar los reflejos de cada una de las personas que comparten espacios virtuales de contextos socioeconómicos diferentes y someterlos a revisión. Y cuando alguien reescribía algún libro o película, ya no se buscaba el valor de lo escribible, no se buscaba el mágico significado del valor del texto, sino que simplemente se buscaba un nuevo espejo sobre el que reflejarse. Y cuando alguien escribía cómo era su día a día en un país al que no pertenecía, no se esperaba de ese alguien una capacidad de generar un texto como juego, sino que se esperaba, de ese alguien, el trazo de un vínculo textual entre dos realidades ajenas entre sí, que compartían un espacio-mundo textual en el que vulneraban sus identidades y sentían presencialmente el apoyo de alguien, en realidad, ausente. «Y con todo esto, nosotros, consumidores compulsivos de otras vidas, presentes en la virtualidad de otras personas, ajenos a nuestro alrededor, nos sentimos acompañados por los actos de valentía de un mundo mejor, un mundo más bello, una cesión de las problemáticas de uno mismo y un origen de nuestro espejo.»

El mundo editorial ya no edita. Son dos grandes bestias chocando indefinidamente los cuernos mientras un montón de picabueyes intentan arrancarse los picos para convertirse en bueyes. Ya no hay un valor legible en lo que se publica, sino que simplemente es un artefacto de consumo intransitivo: leo para aumentar el tamaño de mi lista de libros leídos. Y recuerdo a Dickinson, que tiró toda su vida con la Biblia. Y ahora veo mi GoodReads con gente cuyas capacidades y velocidades para leer y consumir libros son increíbles, sobrehumanas. Y recuerdo a la pobre Dickinson preguntándose si cada dolor que encuentra pesa tanto como el suyo. Y ahora, textualmente, nos encontramos en mundos efímeros en los que nos sentimos presentes e identificados, nos encontramos ante espejos de nosotros mismos que ahora nos gustan más, y los compartimos, y compartimos un dolor, un placer, un displacer por todo aquello que nos rodea, y configuramos un valor estético, y generamos narrativas que nos acompañan y no paramos, porque todo debe consistir en procurar mundos-espejo dentro de otros mundos, un intento de escapismo hacia nosotros mismos que nos obliga a escribir por escribir, a permanecer vivos y activos, porque cuando pasen unas semanas, cuando dejemos de existir, la existencia simplemente existirá sin nosotros.

Ilustraciones

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Espada y Pluma te necesita

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