A lo mejor con esto soy cancelada para siempre, pero no me importa. Soy una mujer joven y valiente, puedo sobrevivir al escarnio público. No me gusta el marisco.
Ni las gambas, ni las langostas, ni las vieiras, ni las ostras, ni los mejillones ni los txangurros. Nada. Si queréis congraciaros conmigo o sobornarme, no me paguéis una mariscada, porque vais a quedar fatal.
Ahora me vais a decir que me estoy pasando, que no os interesa esto y que queréis que os devuelvan el dinero. En primer lugar, os recuerdo que esto es gratis, y en segundo, que todavía no me he explicado, respirad hondo, que esto no ha hecho más que empezar. Aún no he dicho nada.
No me gusta el marisco porque me sabe a agua salada. Que al parecer esa es la gracia, pero yo no le veo ninguna. El agua con sal me da muchísimo asco, y la verdad, las texturas del marisco no lo arreglan, solo lo empeoran. Y me encuentro un poco sola en esto, porque la Opinión Popular Y Aparentemente Correcta es que el marisco es delicioso. Como las novelas de crisis de los treinta escritas por hombres blancos.
¿Sabéis cuántas novelas hay de esas? Demasiadas, ya os lo digo yo. Novelas en las que el protagonista (un hombre blanco mediocre, en la treintena, de profesión guay como periodista o escritor) se encuentra perdido en la vida y probablemente con el corazón roto, solo en un mundo en el que no encaja. Y durante toda la novela se busca a sí mismo, intenta reinventarse y conquistar a esa mujer inaccesible que es única y diferente, o intentando olvidarla porque ha sido una arpía impía, mientras odia la sociedad en la que vive y se desgañita queriendo gritar a sus amigos que se equivocan, que el mundo está loco y enfermo.

Esas novelas se llevan continuamente alabanzas y son publicadas una y otra vez. Los protagonistas se llaman diferente y viven en ciudades diferentes, pero no son realmente distintos. Una vez has leído uno, eres capaz de identificar a los demás. Pero siguen siendo publicados, siguen ocupando espacio y papel y letras intentando explicar una historia que se ha explicado mil veces y que ya no tiene más vuelta de hoja. Le meten una salsa nueva, un plato más grande, una patata, una hojita de perejil. Pero debajo está siempre la misma gamba pocha.
No me interesa tu novela sobre ti, José Ramón. De hecho, José Ramón, voy a serte sincera. No veo nada de malo en, digamos, imaginar una historia en la que tú eres el protagonista, y no veo nada de malo en que la escribas. El tema es que, en esta ocasión, quizá no hace falta que la lances al mundo.
Si lo que vas a decirnos es que eres un hombre blanco heterosexual de treinta años que se dedica a un trabajo en el que creía que podría cambiar el mundo y usar todo su potencial para maravillar a la gente y ligar con todas las tías (y follártelas y no recordar sus nombres después, por supuesto) pero resulta que tienes ya 37, nadie te hace caso, tus creaciones son mediocres y no te comes un colín, igual es por algo. El mundo no está en tu contra, querido. El mundo está contra todos, por lo general. Solo que tú crees que eres un protagonista único y diferente, y debo darte la mala noticia: no lo eres. No eres único, no eres diferente, ni siquiera eres interesante. Solo eres un tío inmaduro que no acepta que hay que evolucionar y no ser un cretino. O al menos yo qué sé, abrazar la cretinidad. Ser un cretino creativo. Los cretinos misóginos están muy vistos, cielo, tenemos el cupo lleno, tampoco ahí vas a destacar, mi querido y encantador langostino. No estoy diciendo que debamos dedicarnos a consumir únicamente pizzas vampíricas y patatas fritas congeladas, o que debamos dedicarnos alimentarnos a base de cocina deconstruida y metafísica, en la variedad están el gusto y el equilibrio nutricional. Pero por favor, dejad de decir que las novelas sobre hombres mediocres enfadados con un mundo que no les admira son una ostra, una gloria del mar. O al menos admitid que son un poco como tragarse un escupitajo. No hay nada de malo en ello. ¿Quién soy yo para juzgar vuestros fetiches?
Espada y Pluma te necesita
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