Los jóvenes hemos decidido, por votación popular, ser tontos. Una vez al año, durante el equinoccio de otoño, nos reunimos en Albacete y votamos si remendamos esa decisión. Se lleva imponiendo el no por mayoría absoluta desde hace varias décadas, y ahora tenemos dos tipos de jóvenes: los que son tontos y los que se lo hacen. Siempre que sale «no» nos vamos de cañas, para celebrarlo.
Los jóvenes hemos decidido no leer, escuchar música mala, tomar sin gracia el café, dejar de fumar, ver películas estúpidas, no creer en Dios, no casarnos y vestir de formas inapropiadas. Estaba todo en el acuerdo de mínimos. Hemos decidido, racionalmente, no leer a los clásicos y apartarnos de cualquier atisbo de reflexión. Sólo vemos Netflix, y hasta eso lo vemos mal. No nos gusta tener casas en propiedad ni cobrar más de 900€, porque ese tipo de cosas desvirtúan el espíritu. Nos parece bien ser unos quejicas, tener depresión y ansiedad y otros problemas, porque llaman bastante la atención. Nos hacemos veganos, feministas y diversos, que queda muy bien. Hablamos con lenguaje inclusivo, utilizando palabras extrañas del inglés y en lenguas menores; es más, imponemos todo eso porque se nos ha encaprichado que el castellano es malo. Somos tontos. No hay duda.
Tenemos que serlo, porque hay mucho señor encanecido diciéndolo, de los que se dicen sabios, particularmente en el ala derecha del país. Parece ser que nos llaman generación de cristal. Una caterva de mariquitas, literal y figuradamente. No sabemos nada de la vida. No tenemos ni idea de cómo funciona el mundo. Somos la oveja negra de las generaciones. No sabemos escribir, no sabemos leer, no sabemos nada más que quejarnos. Nuestros padres nos tuvieron entre algodones, razón por la cual ahora somos tan estúpidos. Es la única explicación; eso, y que hemos decidido ser incultos democráticamente. Y tontos.
De vez en cuando brota algún joven de bien del que estar orgulloso, como Rafa Nadal o Pedri, o el primo de alguno, que es médico y sabe mucho, pero son excepciones. La mayoría seguimos siendo tontos.

La otra explicación a este fenómeno es que, quizá, los tontos sean otros. Quizá los tontos no seamos los jóvenes, sino aquellos viejos intelectualoides incapaces de ver más allá de su propia vanidad. Quizá no es razonable que una generación salga tonta porque sí, porque quiera; de hecho, quizá esa generación no sea tan tonta. Quizá somos como somos no por una supuesta rebeldía vacía frente a los estándares clásicos o un alargado pasotismo adolescente, sino porque nos ha tocado vivir en un sistema que se cae a cachos. Nos ha tocado un paro juvenil récord, dos crisis sistémicas que han empobrecido a las familias, una crisis ambiental de difícil solución y perspectivas poco halagüeñas, un futuro totalmente inestable y desasosegante. Quizá nos ha tocado vivir bajo el yugo y las malas decisiones de las generaciones pasadas, sin que nadie en concreto tenga culpa de ello. Se nos ha venido todo encima, y tampoco tenemos nosotros la culpa.
Lo más fácil, cierto, es calificarnos de blandos y tontos. Es la explicación más sencilla cuando uno no entiende nada: decir que estos son tontos, y yo no, y que carguen con la responsabilidad. Es más fácil eso que pararse a entender que el entorno es decisivo en el comportamiento de las personas y, por extensión, de las generaciones y las sociedades. No, los jóvenes no somos tontos, ni incultos, ni nos falta fuerza. Somos lo que sería cualquier generación bajo las circunstancias actuales. Tratamos de adaptarnos a las condiciones que tenemos. No tenemos hijos porque no tenemos seguridad en nuestros futuros; no leemos porque tenemos ansiedad; bebemos el fin de semana porque nuestras vidas son un estrés continuo entre semana; escuchamos la música que escuchamos porque es la que escuchan los demás y queremos sentirnos en grupo, como hacían nuestros padres; leemos lo que está en sintonía con nosotros. Hacemos lo que nos es más fácil, lo que podemos; como absolutamente todas las generaciones.
Es normal que no lo entiendan, como yo no acabaré de entender a las sucesivas generaciones que me vean envejecer. El problema es que su ignorancia trate de ser tapada con el desprecio a los jóvenes. Estamos hartos de que se hable de generaciones de cristal. Hartos de categorizaciones sacadas de ningún sitio inventadas por señores cínicos y ególatras. Hartos de motivos falsos que nacen de intelectualoides aburridos que sólo buscan hacerse los duros por comparación mientras miran desde una atalaya a los jóvenes. Nos acusan de blandos los mismos que fueron incapaces de existir sin una mujer que les cuidase y les aguantase su mal humor; los mismos que no saben por dónde se coge una sartén y regalaban aspiradoras por su aniversario de boda. No somos una generación de cristal; no nos rompemos fácil, sino que estamos ya muy golpeados y cansados.
Y es todo una mentira. Pese a tener unas condiciones precarias y asfixiantes, los jóvenes estudiamos, leemos cuanto podemos, hacemos ciencia, escribimos novelas, grabamos películas, pintamos. Además, nuestra generación cuenta con unos avances a nivel ético que, si bien tienen que asentarse con decisión, nunca antes ninguna otra generación tuvo. No hace falta una lucidez extraordinaria para verlo. Simplemente, que abran las redes sociales y dejen atrás los prejuicios. Ellos saben quiénes son, que, siendo pocos, hacen mucho ruido. La banalización de la situación precaria de los jóvenes hablando de pielfinas y blandos sólo cumple una función: tapar bajo una gruesa manta de conservadurismo los enormes problemas sistémicos que les ha tocado vivir a las nuevas generaciones. Y otra cosa queda clara: así, nada se va a resolver.
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