Hace ya más de veinte años desde que un norirlandés enamorado del cine hiciera brillar a Shakespeare en la gran pantalla. Desde Belfast, nos llegaba en aquel lejano 1989 un director y actor joven que deslumbró al mundo con su Henrique V. Esa norteña localidad norirlandesa ahora da nombre a la película que da forma audiovisual al alma infantil de Kenneth Branagh, el hombre del que hablábamos.
La película es una ventana al pasado del director norirlandés, pero todo lo que hay en ella es universal; porque cuando algo es muy humano, nos habla a todos. El reflejo de la nostalgia que acepta irremediablemente los momentos amargos que vivimos, está en cada uno de los planos donde Buddy, el pequeño protagonista de la cinta, se apodera de los sentimientos de la cámara. El color sólo llega en los momentos de fantasía porque es ahí donde la vida de Branagh reside, al fin y al cabo. La película como una realidad desde la que entender lo inverosímil de la vida, ese es el ejercicio que Buddy es capaz de realizar cada vez que tiene la oportunidad de estar frente a la magia de un proyector.
El cineasta norirlandés nunca ha dejado de vivir en Shakespeare. Puede que haya dedicado un par de décadas de su talento cinematográfico en simplemente trabajar para salir del paso, y es que mientras tanto su verdadera ocupación artística ha estado en el teatro. Sea como fuere, ha conseguido que la llama de la imaginación infantil —algo elemental para comunicar los más obtusos secretos del séptimo arte— habite en él más viva que nunca a sus sesenta y un años.


Belfast está hecha con un amor inocente hacia la memoria, el hogar donde viven nuestras confesiones. Manufacturada con la delicadeza de un sabio que entiende al niño que se dispone a caza dragones. Apoyada, además, en todo lo necesario para que el público más ajeno pueda igualmente conectar —no quisiera pasar por alto la actuación del veterano actor norirlandés Ciarán Hinds, del que es imposible apartar los ojos.
En sus recuerdos hay lugar para la sensibilidad tanto de la madre como del padre, de una familia sostenida en simples principios de amor y comprensión. No necesita de grandes hipérboles o exageraciones cinematográficas artificiales, le basta con ser honesta a todos los niveles. Unos cuantos segundos de expresividad facial pueden bastar para encapsular lo que en un guion deshonesto hubiera dado pie a una escena llena de ornamentos. Es inevitable respirar el aire a cine clásico, pero en ningún momento eso significa que esté limitada o constreñida.
Es fácil caer en la tentación de comparar la vida con una obra de teatro, pero nada más lejos de la realidad. Y no sé mucho de escenarios, pero vivir es un viaje que está lleno de lágrimas, y éstas nos transportan hacia horizontes que siempre creemos perdidos; y, en cierto modo, son los cambios de plano que nuestra memoria trata de usar para redirigirnos. Así es como Belfast recoge el alma teatral de Branagh y le da el cuerpo del cine para hablar el lenguaje de la vida, que no es otro que los sentimientos que nos hacen crecer como seres humanos. A menudo duelen, porque crecer nos hace movernos, y para no perdernos hace falta conseguir que sigamos estando en el mismo lugar al mismo tiempo. Recordar, crecer y no perderse. Eso es, en esencia, Belfast.

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