No todos los lugares son aterradores por los mismos motivos. Las casas dan miedo cuando están abandonadas, o cuando alguien asegura que allí ha pasado algo de índole sobrenatural. Los hospitales, por otra parte, generan en mucha gente una angustia inexplicable si no tenemos en cuenta que allí muere gente. Los cementerios dan mal fario porque allí viven precisamente los muertos. Y hay lugares, como el que nos ocupa, que dan miedo porque están llenos de gente viva, y en ellos ocurren cosas. Burocracia.
Aquel lugar era aterrador. Daba tanto miedo que cualquiera podría morir solo entrando, por puro pánico. De hecho, de eso iba el tema.
En una enorme pared, tapizada de pizarras con nombres y horas apuntados ocurría todo. De vez en cuando alguien entraba por la puerta de la oficina, se acercaba a alguna de esas pizarras y tachaba una línea. Y procedía a sentarse en alguno de los escritorios que había distribuidos, para comenzar a redactar algo en una máquina de escribir. Muchas mesas estaban ocupadas por gente que redactaba. Pero constantemente una voz se oía, llamando a gente que había acabado de escribir.
—¡Parca, tu turno! —dijo la voz.
Parca, una mujer de mediana edad, con un gesto serio y claramente disconforme, se levantó de su escritorio de madera oscura, se alisó las arrugas del traje de chaqueta, y se acercó al perchero de la entrada, de donde recogió un abrigo negro (como el resto de su ropa) y una pequeña hoz, que podría parecer de juguete a ojos inexpertos. En el delicado estilo que la caracterizaba, abrió la puerta con violencia, salió como un vendaval y cerró a sus espaldas de un portazo.
Apareció en un aparcamiento subterráneo. Las paredes estaban pintadas de gris y blanco, separados por una raya roja, pero la pintura estaba llena de polvo y porquería. Las columnas estaban melladas y rascadas. Había un intenso olor a aceite de motor con matiz de cerrado. Debía de ser la planta -2 como poco, calculó la mujer. Con un gesto de desagrado, miró el nombre grabado en la hoja de su hoz.
—¿Marc? —su voz se deslizó por el aire como una niebla densa, intentando llegar a todos los rincones. Ante la falta de respuesta, volvió a probar— ¿Marc?
No le llegó ni un sonido de respuesta. No hubo ningún gesto, ni una mirada. Solo silencio.
—No me pagan lo suficiente —masculló la mujer, desapareciendo.
Abrió la puerta con la misma energía airada con la que había salido, y se acercó a grandes pasos a la pizarra correspondiente, donde tachó la línea que rezaba «Marc, 0019». Se acercaba a su mesa cuando la interceptó un hombre de sonrisa amable. Sus ojos no escondían lo hipócrita de esa sonrisa.
—Me alegro de que vuelvas a estar en plena forma, Francirsca. Se te echaba en falta.
—Seguro —respondió ella, de forma agria—. Tengo que ir a redactar el atestado.
—Por supuesto. Disculpa —el hombre se alejó, con la sonrisa descolgándose de sus comisuras.
—Muérete —le deseó ella en voz baja.
Se sentó de nuevo en su mesa, con la espalda recta. Miró a la máquina de escribir que había sido su fiel compañera durante tanto tiempo (desde que ni siquiera sabía qué era ese artilugio extraño) y que ahora le parecía un traidor en potencia. Pero, una vez más, la máquina de escribir no la delató.
Mientras redactaba, Parca volvió a maldecir en silencio al maldito monje que no había sido capaz de procesar que una niña llevase el nombre de Francisco pero acabado en a y le puso una r por el medio.
Los pulmones de Marc no se movían, y se estaba asfixiando. Se moría. Pero no iba a morir. El cuerpo le ardía, no le respondían los músculos y ni siquiera perdía la conciencia. Era un martirio. Y encima se le estaban secando los ojos porque tampoco podía parpadear. Escuchó unos pasos acercarse a toda prisa, y un hombre entró en su campo de visión. Llevaba un traje gris perla que contrastaba con su piel morena, y los ojos negros estaban claramente preocupados.
—Madre mía, te has salvado por muy poco. Lo siento muchísimo, chaval, en menuda mierda te has metido por no dejar el coche en la calle.
El hombre le tocó la frente con las yemas de los dedos y cerró los ojos. Marc sintió que el ardor de su cuerpo remitía, aunque no desapareciese. Cuando el hombre apartó la mano, le cerró los ojos.
—No te preocupes, chico. Voy a echarte una mano. Aunque no sé bien cómo voy a moverte porque eres enorme. Bueno, ya me las ingeniaré. ¿Eres de mareo fácil?
Marc, encerrado en su cuerpo y ahora privado de vista, notó que lo elevaban con mucho esfuerzo y algún que otro quejido. Sus pulmones seguían sin moverse.
Mientras abría la puerta de las escaleras con el pie, el hombre del traje gris vio un movimiento por el rabillo del ojo. Pero fue tan leve que lo achacó a estar cargando con un adolescente que era mucho más corpulento que él.
No tenía importancia, en realidad. Mikhail ya se iba, porque al gato de extraños colores no le interesaba meterse en jaleos con los vampiros y Sabrina debía de estar llegando a casa, no podía llegar tarde a la sesión de rascado en la barbilla.
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