La mujer aceleró el paso, subiendo más el borde de la falda para asegurarse de no tropezar. La noche estaba por llegar a su fin, y tenía que darse prisa. Había dejado su caballo dos pueblos atrás, temiendo reventarlo. No le serviría de nada un caballo muerto. Hacía rato que olía los restos de la hoguera y, de hecho, podía ver las volutas de humo que debían de salir de ella. Subían al cielo en forma de hilo, y allí tomaban formas extrañas. El espectáculo la golpeó al doblar la esquina de una casa.

Estaban en el centro de la plaza. Había cenizas por todo el suelo, la madera y la paja que no habían llegado a arder desprendían un olor desagradable, y del montón del medio surgía el humo. Pudo ver huesos asomando entre las cenizas. Eran de una criatura, no debía de haber cumplido siete años. La bruja contuvo una arcada. Doscientos años viva y no se había acostumbrado a la idea de que los niños podían morir. Esperaba no hacerlo nunca.

Se acercó a los restos con respeto, pero también con prisa. No podía dejarlos allí. No era su lugar, y ya que ella no había podido salvarles, al menos quería darles algo. Y para ello tenía que sacar los huesos del pueblo cuanto antes.

Apartó un madero grueso, y lo que había debajo le escupió calor. Ella sopló en respuesta, y su aliento frío acabó de apagar las brasas que quedaban. El niño estaba allí, apenas unos huesecillos. La bruja procuraba no pensar en por qué no habían usado efigies, como en otros tantos pueblos. Por qué los habían mantenido con vida. Y qué habrían tenido que soportar. Así que se dio brío para acabar su tarea. La voz a sus espaldas no la sorprendió, pero hizo que diera un respingo.

–¿Qué haces?

–Recoger tus huesos. ¿Te molesta?

–No. No duele. ¿Puedo cogerlos yo?

–No, mi niño. No puedes –la bruja tragó saliva y mantuvo los ojos abiertos, sin parpadear. Si parpadeaba se echaría a llorar, y ya no podía permitirse esos lujos.

–Pues vaya –el niño se agachó junto a ella y le señaló un punto–. Creo que mi dedo está ahí –cuando la bruja apartó las cenizas y descubrió el dedo, casi intacto, el niño se echó a reír–. Qué dedo más tonto, se ha perdido de la mano.

–Gabriel, ¿por qué estás aquí?

–Es que me he perdido.

La bruja, que procuraba no parpadear, no mirar a la criatura que había a su lado, y darse prisa en guardar los restos humanos, todo a la vez, inspiró hondo, respirando cenizas. Tuvo que ahogar la tos en su chal, para no despertar a todos los que dormían en los edificios de la plaza. Las lágrimas le cayeron por las mejillas, dejando líneas limpias de hollín en su cara. Cuando pudo respirar, siguió a lo suyo. El niño, que se había quedado quieto y callado, la miraba fijamente.

–¿Qué vas a hacer con mis huesos?

–Llevármelos. ¿No quieres descansar?

–¡Pero si casi es de día! Y mi madre no está, podemos pasarnos el día jugando. A las escondidas, a perseguir gatos, a robar gallinas… ¡A lo mejor hasta podemos cazar salamandras en el río!

La bruja, a punto de recuperar varias costillas, se detuvo. Seguía sin querer mirar al crío, pero había algo que le pedía que lo hiciera. Recordando las enseñanzas de su abuela, hizo oídos sordos.

–Ayúdame a encontrar todos tus huesos, anda. Ya hablaremos del futuro.

El niño estuvo indicándole huesos hasta la primera luz de la mañana. Y, entonces, desapareció.

.X.X.X.

Tenía ya el caldero de viaje al fuego. Era una olla pequeñita, de paredes gruesas. No pesaba tanto como su caldero de siempre, y tampoco era tan bueno potenciando capacidades mágicas, pero le servía para hervir sopa y pociones, y eso era suficiente. La cueva en la que se había escondido era amplia, tenía un hueco que servía de salida de humos (nadie quiere inhalar vapores de pócimas a medio cocer), y estaba bastante escondida. A César no le había gustado, pero a César no le gustaba nada que no fueran unas caballerizas en condiciones, así que sus opiniones había que cogerlas con pinzas. De vez en cuando piafaba para recordarle que estaba a disgusto, y ella lo ignoraba gentilmente.

Tenía ya el esqueleto recompuesto, enteramente. Había recuperado varios huesos de las otras víctimas de la hoguera, pero no muchos. La mayoría habían estallado y de todas formas tuvo que huir en cuanto se asomó el primer perro a la plaza. Había recuperado un costillar, tibias y húmeros, y una calavera desdentada. Los tenía apartados, se ocuparía de ellos más tarde. Ahora lo que le interesaba era el esqueleto que tenía delante. Ya era de noche, debía de faltar poco para que llegase.

–Hola.

Su vocecilla hizo que César levantase la cabeza y moviese las orejas con desconfianza. La bruja sonrió, esta vez mirando a la cara al niño.

–Veo que has encontrado el camino.

–No me gusta separarme de mis huesos. Eso suena un poco raro… –admitió Gabriel, llevándose un dedo a la barbilla–. ¿Qué hacemos aquí? No me gusta, no se ven las estrellas.

–A mí tampoco me gusta. Mi casa es mucho más bonita. Pero es lo que tenemos de momento. Gabriel, ¿puedes acercarte? Ponte aquí. Sí, ahí. Gracias.

La bruja guio al espíritu del niño hasta que estuvo casi tocando el esqueleto. Él la miraba sin entender nada, y la mujer tampoco se explicó. Cogió una ramita, la acercó al fuego, y luego se volvió a los huesos, con la llama consumiendo lentamente la madera. El niño puso cara de susto e hizo ademán de alejarse, pero ella le detuvo con un gesto.

–No te preocupes. No puede hacerte daño.

Gabriel volvió a su sitio, y la bruja se agachó, acercando la llama al polvo que había en el suelo, rodeando al esqueleto y al espíritu del niño. El crío miró con curiosidad cómo le prendía fuego al círculo. El fuego se extendió rápidamente por el círculo, y el esqueleto empezó a arder. La bruja apagó la rama a pisotones, se volvió hacia su bolsa, sacando una botella, y se acercó al círculo ardiente. Gabriel la miraba, con el miedo en los ojos y el fuego a los pies. Ella no se lo pensó dos veces, y entró en el círculo.

–Bébete esto, rápido. Todo de golpe, no pares a respirar –le dijo, ofreciéndole la botella. El crío obedeció, vaciando la botella. La bruja salió del círculo, mientras el niño combustionaba.

–¿Qué me pasa? ¿Qué me haces?

–No te preocupes. Enseguida se termina. Sé que estás asustado, pero no va a pasar nada malo.

El niño se miró los pies. Estaban ardiendo, pero no le dolían. Se agachó para tocar el fuego, y una llama se acercó a su mano como un gato mimoso. Sorprendido, miró a la bruja, que le sonrió. Gabriel se sentó en el suelo, y se puso a tocar el fuego, que lo consumió mientras él le perdía el miedo.

El niño abrió los ojos, y se dio cuenta de que no estaba en su casa. Tampoco estaba en la celda. Estaba en una cueva. Los sueños que recordaba se le hicieron de pronto reales, y se incorporó. La bruja estaba sentada sobre una piedra, mirándole fijamente. El círculo de fuego ahora estaba apagado, y solo quedaban cenizas. Intentó salir del círculo, pero algo le quemó, haciéndole retroceder.

–¿Qué ha pasado? ¿Qué me has hecho?

–Ha pasado que estás vivo. Y que eres tú, del todo.

–¿Yo? No te entiendo.

–No eres un niño normal. Seguramente ya no respondas al nombre de Gabriel.

–Yo soy Gabriel –protestó el crío.

–Te llamamos así, para atarte y protegerte. No ha servido de mucho, pero hicimos lo que pudimos.

–¡Me llamo Gabriel! –gritó él.

–¿Quieres salir del círculo? –le preguntó la bruja, totalmente calmada. Cuando el niño asintió, ella se levantó y se acercó–. Entonces vas a tener que prometerme un par de cosas, amiguito.

–¿Qué cosas?

–Prométeme que no vas a hacerme daño. Prométeme que me vas a respetar y a obedecer, y que no usarás tu poder para el mal.

–Lo prometo.

–No, no. Necesito que lo digas.

–Prometo que no voy a… ¿A qué?

–A hacerme daño –le ayudó la bruja.

–Prometo que no voy a hacerte daño –asintió él.

–Obedecerme y respetarme.

–Prometo que te obedeceré y te voy a respetar.

–Tu poder para el mal.

–Prometo que no voy a usar mi poder para el mal –echó hacia atrás la cabeza, aburrido–. ¿Puedo salir?

La bruja hizo un par de aspavientos con las manos y rompió el círculo de cenizas con el pie. Un soplo de aire movió el pelo del niño, que sonrió. César relinchó, moviendo las crines. La bruja también sonrió, abriéndole los brazos.

–Bienvenido al mundo, Badariel.

.X.X.X.

La bruja se moría. Tenía el pelo quebradizo, la piel pálida, y los dedos, siempre ágiles, ahora eran nudosos y rígidos como las ramas de un árbol. De un árbol muy viejo. Badariel se sentó en la cama, a su lado, y le cogió la mano. Estaba fría, pero no como antes. La bruja siempre había tenido un frío interior que calmaba, que ayudaba a pensar con claridad. Este frío era el frío del fuego que se apaga. Badariel lo detestaba. La miró con cariño, pero ella miraba a un punto lejano que solo ella podía ver.

La enfermera se asomó a la habitación 113 y decidió cerrar la puerta, dejando a solas a la anciana y al hijo que iba a verla todos los días. Quizá hoy se atreviera a pedirle el número de teléfono. Quizá.

Badariel cerró los ojos, concentrándose en visualizar el muro. Era un muro viejo, muy viejo. Estaba hecho de piedras enormes y pesadas, y la puerta, con un gran dintel de madera, era gruesa y resistente. Pero se abrió cuando Badariel llamó y, al no tener respuesta, giró el picaporte.

Al otro lado había una nube. La bruja estaba sentada allí, escuchando una música que susurraban las diminutas partículas de agua. Al paso de Badariel la nube se hacía menos densa y, al verle, la bruja alzó la vista y sonrió.

–Mi niño… Mírate, eres un hombre.

Badariel sonrió a la mujer, que empezaba a fundirse con la nube. Sus piernas eran ya parte de la neblina. Ella le hizo un gesto para que se acercase. Cuando lo tuvo cerca, le tocó la cara con el dorso de la mano, como si no se creyese que era real.

–No me puedo creer que estés aquí… ¿Tanto te he enseñado?

–Y más aún –se abstuvo de comentar que todos los días decía lo mismo. No hacía falta.

–Eres mi mejor alumno. No he tenido otro como tú. Siempre has hecho muy buen trabajo.

–Gracias –Badariel parpadeó, sorprendido–. Nunca me habías dicho esas cosas.

–Creo que es porque me muero. Tengo que decirte las cosas antes de que esta nube se nos coma por completo, cariño.

–Aún tienes tiempo –le dijo él. Ella negó con la cabeza.

–No mucho. Seguramente la próxima vez que vengas ya no recuerde nada más. Tengo que contártelo todo, Gabriel.

–Cuéntamelo todo entonces.

–He sido muy feliz desde que juntamos nuestros caminos. Y mejor bruja. No creo que haya sido buena compañera, pero ya sabes que siempre he sido una solitaria –Badariel sonrió, recordando todas y cada una de las citas a ciegas que le había montado con brujos de todo el mundo y que habían acabado, invariablemente, en catástrofe–. Pero tú me has ayudado mucho.

–Tú me devolviste a la vida. Tenía que compensarlo.

–No, Gabriel. Tú… Tú nunca llegaste a morir. ¿Cómo ibas a morir?

–Bueno… –Intentó unir palabras para construir una respuesta coherente, pero no consiguió nada.

–¡Tu padre tendría que haber ido a buscarte en persona para eso! Y yo me adelanté –bajó la voz, convirtiendo su frase en un susurro de confidencia–. Una madre siempre sabe cuándo debe hacer estas cosas.

–¿Mi padre?

Badariel se acercó a la bruja. Nunca habían hablado de su familia. Su madre y su abuela estaban muertas, la bruja había conseguido recuperar algunos de sus huesos en la hoguera, y los conservaron durante décadas, usándolos en hechizos y rituales de protección. Apenas las recordaba, dos figuras siempre discretas, vestidas de negro, que procuraban hacer vida un poco alejada del pueblo. Pero él no había llegado a conocer a su padre. Había asumido que había muerto mucho antes, y por eso ellas llevaban luto. Nunca nadie le había dicho lo contrario.

–Tu padre siempre está ocupado. Allí abajo, haciendo vete a saber qué. No hay forma de contactar con él para un aquelarre, pero siempre está cuando menos se le necesita.

–¿Quién es mi padre?

–Ya lo sabes. ¿Por qué si no nunca preguntabas por él? Te quemaron por su culpa –la bruja le cogió de la mano–. Pero no importa ya. Te sacamos de eso –la anciana miró a su alrededor, desorientada–. ¿Dónde está César?

–Ahora no puede estar aquí, pero me manda recuerdos. Está recogiendo crisantemos.

–Ah, bueno. Qué guapo estás. Eres el ayudante más guapo que he tenido.

–¿No me recogiste por eso? –sonrió Badariel, burlón. Ella frunció el ceño, no entendiendo la broma.

–Claro que no. Te recogí porque eres mi hijo, a los hijos se les protege, Gabriel.

Badariel alzó una ceja. Era la tapadera que llevaban usando toda la vida, no era raro que la hubiera llegado a asimilar. Pero lo decía excesivamente convencida para su gusto. Entendiendo que estaba un poco desorientada, y dándose cuenta de que a la mujer la nube le llegaba ya a las rodillas, decidió calmarla.

–Bueno, claro, eres mi madre, pero no me pariste tú. Aún y así, eres mi madre.

La anciana le miró con los ojos brillantes de rabia.

–¡Que no te parí! Diez horas de sangre y dolor y lágrimas, sola en un camposanto. Te parecerá poco. No sabe nadie lo que pasé yo en esas horas. Yo, yo sí lo sé. Que no lo he parido, habrase visto… –la mujer continuó murmurando para sí, y la puerta por la que había entrado Badariel, volvió a abrirse–. Cierra, hijo, cierra, que hay corriente.

–De hecho –Badariel se levantó, tambaleante–, me tengo que ir. Ya es tarde, no puedo quedarme más tiempo.

–¿Ya? Bueno, bueno, haces bien, tendrás cosas que hacer. No pierdas el tiempo con esta bruja chocha. Venga, venga, tira. Dame un beso, anda. Qué arisco es este niño, siempre igual…

Badariel se giró antes de traspasar la puerta.

–Adiós, mamá.

–Adiós, Gabriel, adiós.

.X.X.X.

El jardín de la casa estaba lleno de flores, por todas partes. César dejó un ramillete de crisantemos sobre la discreta lápida que marcaba la tumba de la bruja. Se aclaró la garganta y se agachó.

–Todo está bien, no te preocupes. Él ha seguido su camino. Yo he tenido que buscarme otra bruja, ya sabes cómo son estas cosas. Uno no puede parar ni un momento. Quién me mandó a mí hacerme familiar, ¿eh? –Se quedó en silencio, sin saber qué más decir.– Te echo mucho de menos. No he tenido mejor bruja en toda mi carrera. Hemos hecho historia. Me siento muy orgulloso de haber trabajado contigo. No sé cuándo podré volver, pero lo haré. Ya sabes que siempre vuelvo. Cuídate, amiga –César dio un toque sobre la imagen de la lápida, una reproducción del retrato que un famoso pintor había hecho de ella mucho tiempo atrás, y el retrato sonrió con picardía. El familiar se levantó, sacudiéndose el traje negro, y se encaminó hacia la puerta de la mansión.

La casa ya no existía. O sí. El tiempo y el espacio son cosas complejas, y a veces lo que existió nunca deja de existir, por mucho que haya desaparecido. En la puerta estaban hablando dos hombres, y César los miró de lejos.

Eran casi igual de altos. El joven le sacaba unos centímetros al más viejo, pero el otro daba la sensación de poder levantar a pulso a su interlocutor. Tenían unos rasgos parecidos. Y César, que podía ver todos los tipos de magia con claridad, veía que ambos ardían con magia infernal. Nunca le había gustado el viejo. Y, a su pesar, había acabado por apreciar sinceramente al joven. Decidió acercarse. En algún momento debía hacerlo. Ambos dejaron de hablar, y lo saludaron.

César supo que el viejo no se había presentado debidamente. Que le había vendido alguna milonga sobre ser un viejo amigo, o un compañero. No le habría dicho la verdad, porque nunca lo hacía, no era su naturaleza. Y supo que el joven no tardaría en enterarse. Y que entonces el fuego del infierno iba a congelarse.

Pero por el momento, nada le impedía tener una conversación cortés con ellos. Godeleva había tenido siempre un sentido del humor muy particular, seguro que le habría encantado ver aquella reunión tan dispar tan a destiempo.


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