Hace tiempo que quiero escribir sobre Digimon. De hecho, hace más tiempo aún llevo pensando cosas sobre Digimon. Hace poco me planteé escribir un artículo comentando ciertos aspectos del primer Digimon, pero las cosas empezaron a desbordarse y acabó adquiriendo las dimensiones de un libro con sus capítulos y sus subepígrafes correspondientes. Bajada a los infiernos, subida a las estrellas, maldiciones, virtualidad… Sin embargo, también quiero escribir un intento de explicar escuetamente qué necesidad hay en 2020 de hablar de Digimon. No sé si esto se convertirá en columna, en artículo o en monográfico, pero si hay alguien a quien le interese que escriba sobre Digimon en clave académica que contacte conmigo. De momento, voy a plantear ciertas cuestiones transversales al mundo digital.

«El mundo real se caracteriza por la presencia, el mundo digital se caracteriza por la ausencia y el mundo del espectador en relación a Digimon se caracteriza por la telepresencia«
En primer lugar, me gustaría comentar que Digimon me parece una buena serie para explicar el final del siglo XX porque es la primera serie de la época, o al menos eso creo, en presentarnos lo que luego se conocerá como virtualidad. No digo que haya sido la única, primera y mejor, pero creo que no me equivoco si digo que Digimon es la primera que plantea las problemáticas de la digitalización del mundo real y la virtualización de ciertos parámetros personales y morales. Creo, a su vez, que estas aproximaciones al mundo del futuro —es decir, la actualidad— son las que configuran una necesidad de revisitar Digimon. Esta presencia la noto en tres campos distintos: en el uso del calificativo niño elegido, en la efeméride del 1 de Agosto y en la sacralización de la ciudad de Odaiba. Ambas tres están relacionadas, pero me parece interesante cómo las tres no están configuradas dentro de la serie, sino fuera de ella.
El mundo real se caracteriza por la presencia, el mundo digital se caracteriza por la ausencia y el mundo del espectador en relación a Digimon se caracteriza por la telepresencia. El mundo adulto y real en Digimon no deja de presentar los parámetros que encontramos en la modernidad, la presencia de lo real y la materialidad de las estructuras: familia, trabajo y orden. El mundo digital es característico de Digimon, pero no deja de ser un mundo configurado en la ausencia de realidad. Todo es datable y todo puede generarse. La materia es virtual. Es muy interesante el trato que da Digimon a la virtualidad porque el concepto más allá de que los Digimons son datos, está el concepto de que el mundo digital es real sin existir materialmente. Normalmente, tenemos en mente que realidad y existencia son sinónimas. Una cosa irreal no existe, por lo que algo real sí que existe por su condición de realidad. Sin embargo, el mundo digital-virtual es un mundo que no existe materialmente, es decir, que no existe-en-sí, pero que al mismo tiempo es real. Este equilibrio entre ambas consideraciones es lo que se llama virtualidad. Bien, en Digimon el uso de la virtualidad está encadenado a las consiguientes perspectivas con las que analizo la serie y eso incluye el concepto de telepresencia. Si lo real es presente y lo digital es ausente, el espectador no puede problematizar la ausencia, pero sí que puede debilitar la presencia. La telepresencia es el aspecto con el que el espectador vacía el sentido de la presencia. ¿Cómo aplicamos esto? Creo que se aplica en la propia configuración de la exterioridad.
Cuando emitían Digimon por televisión yo realizaba un ritual, un ritual infantil que marcaba un ritmo de existencia —y de suspensión de la existencia: llegaba del colegio, encendía la tele, calculaba el tiempo que tardaba la serie y el que tardaba todo el mundo en llegar a casa; preparaba la merienda y durante los veintitrés minutos que tardaba la serie dejaba el mundo atrás. Estaba presente en la serie, pero no materialmente. Esta presencia que es real, pero no es material, es lo que llamo telepresencia. Explicaba hace unos meses aquí que esta suspensión de la realidad ayudaba a los niños que consumían televisión a construirse como sujetos que se autocontemplan a través del objeto contemplado —mirando Digimon lograbas aprender inconscientemente valores y formas de vida que en la realidad presente no eras capaz de asimilar. En aquella ocasión, mi intención fue tender hacia lo externo, hacia el valor educativo de esa suspensión, pero aquí creo que es más válido tender hacia lo interior, hacia lo personal, hacia cómo el sujeto-espectador se construye a sí mismo y su entorno a partir del vaciamiento gradual de su existencia.

No soy el único que a la edad correspondiente jugó a ser
Para que entendáis el uso de vaciamiento que estoy usando en este artículo, os voy a hablar de la leche. Se puso muy de moda hace un tiempo el vender leche entera. Era saludable, contenía calcio y vitaminas. La idea de la leche entera es que es, como dice su nombre, entera. Esta plenitud del absoluto nos recuerda que aquello que está entero es natural, que es salvaje y que por ello es mejor. Sin embargo, hace un tiempo más cercano, se puso de moda vender leche desnatada sin lactosa. Una leche que está vaciada de leche porque es menos leche. Esta leche, sin embargo, se nos vende como una leche más saludable porque no cae tan pesada, puede digerirse mejor y puede ser ingerida por gente que no puede tomar leche. La leche sin leche se ha vendido como un producto que no es ausente, porque al fin y al cabo es leche, sino como un producto vaciado. Cuando hablo del vaciamiento gradual de la existencia no estoy hablando de las tendencias suicidas que pueda desarrollar un producto de masas, sino que estoy hablando de un debilitamiento de los valores morales que antaño se configuraban como estructuras inamovibles y que poco a poco, a través de esta telepresencia, van vaciándose y quedando cristalizadas, huecas y frágiles. ¿Cómo se traduce esto a Digimon?
No soy el único que a la edad correspondiente jugó a ser. Lamentablemente, mi bibliografía sobre pedagogía y comportamientos infantiles es nula, pero intuyo a partir de mi entorno que cuando un niño consume algo como puede ser Digimon o Pokémon, asimila los mecanismos morales y los comportamientos que ha contemplado a través de la imaginación. Jugar a ser uno de los niños elegidos, en mi caso ya de la cuarta generación, era algo que solía hacer en los tiempos libres con un par de amigos. Y eso duró hasta años después. Asimilar los procesos de realidad virtual solo fue posible a partir de la reimaginación de los valores adquiridos en telepresencia, pero en una construcción presente. La herramienta de la imaginación —que dicen que se pierde fácilmente con la edad— es la pieza principal a la hora de sedimentar ciertos valores o formas de enfrentarse a un caos y se realiza a través de la acción: dibujar, escribir, jugar, crear… Varios compañeros siguieron la carrera de física tras el éxito de la sitcom Big Bang Theory. Varios otros compañeros siguieron criminología por el consumo ingente de series policiales, leídas y vistas, que consumían. La forma en que estas personas suspendieron sus estructuras de realidad presente y las transversalizaron con una realidad virtual, la pantalla, fue la causante del destino de sus vidas. Sin embargo, estos casos están aplicados a adolescentes que han consumido una cultura que, pese a moverse en la virtualidad, está empapada de verosimilitud. Volviendo al caso de Digimon, nadie, lamentablemente, puede adoptar un Digimon ni entrar al mundo digital. Al final de la serie, de hecho, ya se nos presenta al creador del mundo digital que es incapaz de entrar a su creación. Sin embargo, dentro de los valores de la imaginación, la adaptación de diferentes sistemas de realidad —presente, ausente y telepresente— a un mundo adulto han hecho que se configurara lo que se llama una transestética.
Durante el siglo XX, la literatura y el cine constituyeron caminos no lineales para alinear el yo. Estas estructuras venían dadas a través de la relación presente entre el lector, el espectador y el artefacto cinematográfico o literario. Sin embargo, en el siglo XXI, la dinámica de construcción del yo debe ser una dinámica orientada a un yo digital y esto hace que los límites de realidad material y ausencia inmaterial se vean desbordados y excedidos de lo sólido y lo tangible. La transestética es la dinámica con la que nosotros, como sujetos, interactuamos con una transrealidad que nos invita a reflexionar sobre los espacios-límite entre lo presente y lo ausente.
Esto es lo que genera, en cierto modo, que exista un interés por visitar Japón, que se organicen eventos dedicados al ocio infantil y que la mecánica de la re-escritura haya deshecho el canon. Estos aspectos generales son los que he concretado cuando he hablado de Digimon: aquellos que en su época crecieron con Digimon, tienden reconfigurar las escalas de realidad y existencia y deciden construir un imaginario colectivo real y presente. En primer lugar, hablamos del 1 de Agosto.

El 1 de Agosto se ha marcado en el calendario, por lo general, para recordar el día en el que los niños elegidos llegaron al Digimundo, 1 de Agosto de 1999. Interesante comparación con las dinámicas del desencanto del siglo XXI (vaporwave y cyberspace) que murieron en 1999 y renacieron muertas ya entrado el siglo XXI. La cuestión en Digimon —y la importancia de la fecha— es recordar el instante en el que todo sucede y en el que todo queda suspendido, algo así como un refugio temporal y espacial. El mundo digital es capaz de moldear su ausencia y su presencia en nuestras dinámicas de realidad y por esta razón, 1999 marca el límite de aquello que empieza y termina, del viaje al mundo digital. No deja de ser una bienvenida al mundo del nuevo siglo, pero en el desencanto de no poder convertirnos en niños elegidos, decidimos reconvertir la fecha en un memorial, en una fecha conmemorativa en la que poder presenciar nuestro pasado reflejado en un espejo que aún está presente. Esta dinámica es la base de la nostalgia y llega a un segundo grado cuando decidimos hablar del peregrinaje a Japón.
Hace unos años, cuando fui en serio por primera vez a un Salón del Manga, en un puesto estaban haciendo encuestas sobre qué lugar de Japón visitarías si tuvieras la oportunidad de viajar. Dije sin ninguna duda Odaiba, pero había visto que casi todas las respuestas a esa pregunta eran las mismas: Akihabara. En aquel entonces no tenía ni idea de lo que era Akihabara y aún hoy me llama entre poco y nada visitar esa zona, pero me parece interesante destacar la reacción de la chica que preguntaba con un «Oh, tu eres de Digimon».
Hay una parte en la serie en la que los niños elegidos salen de ese espacio virtual que es el mundo digital y regresan al mundo real, material y físico. Esta idea de viaje —que ya explicaré con detalles si a alguien le interesa que haga un libro sobre Digimon— generó en los espectadores telepresentes la idea de realidad presente —no simulacro— en nuestro mundo, en el mundo del espectador. Esta dinámica se hizo más presente cuando en la segunda entrega los niños elegidos viajan por el mundo, pero la idea inicial de presentar un espacio que se convierte en lugar (consultar Marc Augé si os interesa el tema) es la misma que ayuda a configurar un valor moral e histórico en las Escrituras Sagradas o en las ciudades literarias del siglo XX. Los mundos de Pokémon, por ejemplo, no existen en nuestro mundo. Su mundo es hermético y es, en su totalidad, ausente. La actitud del espectador es telepresente, cierto, pero el discurso histórico no se presenta del mismo modo que con Digimon. Para generar esa sensación de memoria histórica, ya hablaré en otro artículo, se crean espacios artificiales y cristalizados que ayudan a reforzar la dinámica de construcción del sujeto-presente y es el tema de los parques temáticos. Esta idea de los parques temáticos no es nueva, pues en el siglo XIX se preparaban bailes de máscaras con la misma intención. Sin embargo, es interesante ver la función sociológica de los parques temáticos como constructores de una memoria colectiva telepresente. Volviendo a Digimon, el viaje y la presencia de los niños elegidos en Japón hace que nosotros, desde Occidente —asumo que el lector es occidental para que esto tenga sentido— configuremos un ideal de valores y una transestética que podemos ver presente en Japón. Es así como Odaiba se convierte en una ciudad-lugar —al igual que el París de Balzac se convertía en una ciudad-lugar a partir de sus novelas— que marca la reconstitución de nuestra existencia vaciada.
Hace, en otras palabras, que la suspensión de realidad de la que hablaba al principio no se entienda solamente como una suspensión temporal e inmanente, sino que se entienda como un viaje a otro mundo o a otra realidad que cobra nuevamente su sentido de existencia cuando se consigue llegar al lugar presente. El turismo que haya desarrollado Digimon en la actualidad ya no parte de un turismo literario para visitar en qué lugares se inspiró el escritor para escribir esta parte, sino en la configuración de una arquitectura de la memoria: la torre de comunicaciones, el serrucho, el puente y el puerto. Odaiba está configurada como la reificación —es decir, la «materialización»— del mundo digital y, por lo tanto, de nuestros valores adquiridos como niños elegidos que fuimos.

¿Cómo se refuerzan todos estos ideales? ¿Cómo consigue Digimon tener una base fandom tan fuerte? ¿Cómo ha logrado seguir latente bajo las nuevas dinámicas culturales que han irrumpido en el siglo XXI? A través del tropo del Elegido. Todos podemos ser niños elegidos, ya lo decían en la segunda parte de Digimon Adventure. Todos podemos serlo mientras tengamos el niño interior y es que precisamente la idea de ser un elegido es un proceso que no depende de nosotros, sino de un otro o, en este caso, de un Gran Otro. Es muy fácil sentirse reconocido con la serie si eres un niño porque todos los personajes están continuamente cargados de contrariedades. No son niños perfectos ni saben hacer todo bien. Hay uno, incluso, que le gusta aliñar el huevo frito con vinagre y mayonesa. Sin embargo, ellos han sido elegidos por unas Escrituras Sagradas que revelaban la llegada de un héroe —entiéndase como superorganismo— que restablecería el orden perdido entre el mundo digital y el mundo real. La idea de ser elegidos por un Otro, por parte de los personajes, supone una reacción que como espectadores telepresentes adquirimos y apropiamos para enfrentarnos a diferentes situaciones de la vida diaria. Sin embargo, hasta cierto punto nosotros estamos en realidad ausentes dentro de esa presencia, por lo que no somos exactamente niños elegidos, sino aprendices de niños elegidos. A través de la suspensión de los valores reales, somos capaces de adquirir valores virtuales que aplicamos en nuestra realidad. Estamos aprendiendo a ser niños elegidos. A la mitad de la serie, cuando Tai logra volver al mundo real sin querer, se da cuenta de que el no es virtual, sino que es real y presente, pero que se encuentra en una presencia ausente (es difícil de explicar, pero se entiende cuando vemos el uso de los colores durante su estancia en el mundo real y el regreso de los colores durante su vuelta al mundo digital). Esta paradoja es la que a nosotros, como espectadores, nos activa la campanita de decir «Tai puede ser real» y en esta premisa inconsciente volcamos la existencia que habíamos suspendido. El parámetro de identificarnos con personajes literarios o virtuales se abre y deja entrever una segunda capa de identificación, desvela un espejo en el que poder reflejarnos y en el que poder ver qué hacemos bien o qué hacemos mal. Y esa idea de que el espejo te pertenece, de que la imaginación es solo tuya, hace que el espectador se apropie de la condición de elegido. No solamente son elegidos esos siete niños, sino que yo también soy un elegido pues estoy (tele)presencialmente con ellos. Los límites de lo sólido y lo tangible se desvanece y quedamos tendidos ante el desierto de lo virtual.
Como veis, Digimon da mucho de sí. Si escribo algo sobre la serie serán aspectos teóricos que van ligados a la forma en la que los creadores de han generado estas dinámicas en el tele-espectador. Sin embargo, me parece fundamental rescatar la idea del espectador de Digimon que ha configurado sus valores liminales y su condición de presencia a través de una serie que atravesó a toda una generación de niños y niñas que tuvimos el privilegio de vivir en la misma línea temporal que Digimon.
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