
La primera crítica de Immanuel Kant, Crítica a la razón pura, sostenía que la Naturaleza era un Todo movido por las leyes de causa y efecto. En su segunda crítica, Crítica a la razón práctica, Kant logró reflexionar acerca del individuo como un ser autónomo y, por lo tanto, libre de toda ley. En su tercera crítica, Critica al Juicio, intentó resolver la paradoja de sus dos primeras obras: ¿Si la Naturaleza era un Todo movido por leyes de causalidad, cómo podía el individuo ser libre de cualquier ley? Y concluyó con que la solución aguardaba en el equilibrio estético que existe entre la Naturaleza y el individuo: la contemplación.
Las ascuas ilustradas que sembró Kant en el pensamiento occidental lograron cimentar las formas con las que nosotros, desde la actualidad, nos concebimos como individuos: logró que mediante la contemplación de nuestro entorno pudiéramos contemplarnos a nosotros mismos, es decir, construirnos a partir de la contemplación. ¿Y cómo podemos entender esta contemplación? Sentándonos frente a un espejo. La realidad nos atraviesa constantemente, y la quietud del cuerpo nos permite ver, contemplar aquello que lo está atravesando todo. La contemplación que proponía Kant, no obstante, ha quedado colapsada. La inmensidad del universo ha quedado saturada de información que no podemos procesar y el sujeto romántico adquiere fluidez: el peso de la contemplación ha pasado a entenderse. A diferencia del conocimiento, el entendimiento para Kant es un conocimiento atravesado por las experiencias y valores del sujeto. Por lo tanto, entender la contemplación es, por así decirlo, habernos hecho conscientes de que existimos. Sin embargo, ¿hemos dejado de estar atravesados por la realidad?
Durante la segunda mitad de la década de los noventa, el consumo infantil de cultura implicaba una suspensión de los tiempos de realidad —el colegio— para ejercer una especie de contemplación kantiana: mirar las series que se retransmitieran por las tardes, o mirar las series retransmitidas por las mañanas. Mirar la televisión se convertía, entonces, en un ejercicio kantiano de construcción del sujeto: en la contemplación del objeto —la serie de Digimon, por ejemplo—, se construía el sujeto —el valor de cuidado del prójimo, por ejemplo—, y por lo tanto, se producía un equilibrio entre la naturaleza de la producción —ir al colegio—, y la autonomía del sujeto —acceder a una segunda dimensión de la realidad, como puede ser la realidad del mundo Digimon—. ¿Cuál era, por lo tanto, la función constructiva del lenguaje en las series de televisión del momento? La de dirigir un sistema de valores accesibles desde esa segunda dimensión, la ficción, a un público en construcción, la infancia. Así pues, ¿Cómo afecta la educación a la accesibilidad entre las diferentes realidades que atraviesan a una persona?
La consumición de la cultura supone la retroalimentación de unos valores con los que nos vamos construyendo. Sin llegar a ser conscientes del todo, estamos construidos por discursos que han dominado sobre otros y los hemos acogido como vértebra estructural de nuestro modo de pensar y actuar. Por lo tanto, el ejercicio kantiano ya no está implicado entre el sujeto y el objeto —el infante y la serie—, sino que hay una tercera dimensión que articula los mecanismos de valor que se infundan en la cultura. ¿Y quién es responsable de esta tercera dimensión? La educación, o dicho de otro modo, no enseñando a matar, sino a dejar vivir.
Atender a Assassination Classroom es contemplar el fenómeno mismo de la educación. Koro-Sensei, un pulpo amarillo con la capacidad de destruir la Tierra, decide impartir clases en un aula de secundaria y entre las que se encuentra la clase de asesinato. Si los alumnos logran matar a su profesor antes de que acabe el año evitarán la destrucción del planeta Tierra. No obstante, lejos del absurdismo de la propuesta argumental, Assassination Classroom logra convertir la educación en un arte. Thomas de Quincey escribió en 1867 un texto titulado Sobre el asesinato considerado como una de las Bellas Artes en el que exponía una preocupante reflexión nacida de la idea de contemplación kantiana: el asesinato convertido en un acto performativo y, por lo tanto, contemplativo¹. La razón del texto fue, además, la proliferación de una maquinaria editorial impresionante que articuló una tecnología literaria que con el tiempo conoceríamos como novela policíaca. La novela policíaca se caracterizaba por la presencia de un crimen, pero cuyo interés no residía en el crimen, sino en la resolución del mismo, es decir, en el juego de resolverlo. Esto producía no sólo la banalización del asesinato, sino que le añadía una dimensión estética al acto de matar. «Matar ya no implica a dos zoquetes que matan o mueren […], sino el diseño, la disposición del grupo, las luces, las sombras y la poesía. Se ha creado un gusto de cómo hay que disfrutarlo» (Quincey :3)²
Por lo tanto, el concebir el crimen como un acto performativo no sólo configuraba una estética del asesinato, sino que permitía estudiar una metafísica del asesinato, algo más allá del hecho de matar. El arte, en su lenguaje, se encarga de gestionar no sólo las miradas que contemplaron el pasado, sino también las miradas con las que el sujeto actual logra construirse y vertebrarse sobre unos valores y juicios. Y de igual forma, la educación, en Assassination Classroom, se convierte en arte al permitir una reflexión que configura un espacio del discurso más allá de la educación, un juego que resuelve una pregunta: ¿Cómo educar? Assassination Classroom accede a la educación mediante el asesinato y en el propio acto del asesinato se constituye el sujeto kantiano del estudiante. Koro-sensei, en tanto que profesor, cumple entonces la función de equilibrar los discursos que atraviesan al sujeto —el estudiante— y al objeto —la educación—. Al igual que antes planteaba que durante los años noventa se suspendían dos realidades sobre las que la infancia construía sus discursos de valor, en Assassination Classroom pasa algo similar entre el asesinato y el curso escolar. Desde los márgenes de la Clase-E y el Gobierno de Japón, el profesor acompaña y reacondiciona los espacios de seguridad sobre los que se estructuran sus estudiantes. Por lo tanto, la enseñanza se convierte en educación en tanto que lo importante deja de ser el objeto producido —altas calificaciones o reconocimiento— y pasa a ser el sujeto que produce —el estudiante—. ¿Y cómo logran producir esta sensación de educación y no de asimilación de conocimientos? Mediante el asesinato.

Si algo tiene el asesinato de Koro-Sensei, profesor de la Clase-E, es que solo puede cumplirse una vez. Por lo tanto, el resto de ejercicios que se vayan realizando no dejan de suponer un simulacro de aquello que se augura, su muerte. Así pues, el asesinato toma la forma de una de las Bellas Artes: en el intento de asesinato de los estudiantes a su profesor se constituyen los cimientos morales sobre los que Koro-Sensei debe ir acomodando los conocimientos necesarios para configurar un sujeto autónomo, un buen estudiante. Y en el acto mismo del asesinato se articula el valor de la propia educación: la revalorización del fracaso. La primera parte de la serie proyecta una centralización de todos los estudiantes, uno a uno, hacia un progreso del que un sistema educativo anterior los había expulsado. Se plantean, entonces, continuos enfrentamientos entre diferentes métodos educativos que van cayendo ante el método de Koro-Sensei. Bajo una capa de acción y adrenalina, el profesor no solamente está enseñando al alumno a mejorar en su proceso de aprendizaje, sino que también está enseñando al espectador una mirada: contemplar. Por lo tanto, la diferencia entre la concepción de la educación por parte de Koro-Sensei y la concepción de la misma por parte de los enemigos de la trama es eminentemente kantiana: no se trata de la construcción mnemónica de conocimientos que ayudarán al estudiante a forjarse un futuro, sino que se trata de una educación que sienta al estudiante frente al espejo que le proporciona su profesor y le dice: mira. Y en la inmovilidad de un sujeto que se mira a sí mismo —en la inmovilidad de un espectador que se ve reflejado en el personaje de una serie de televisión—, es donde el profesor logra orientar esa mirada hacia un discurso que revaloriza aquello que, a primera mano, parece negarse: la clase de asesinato no es para enseñar a matar, sino que es para enseñar a vivir.
Me parece importante extraer esta reflexión de su esquema de serie. La educación siempre se compone como un pilar fundamental de una sociedad, pero actualmente parecen desviarse los sentidos mismos de la educación, es decir, la que debiera ser la tercera dimensión de una constitución kantiana del estudiante se acaba supeditando a un discurso que no acomoda a la persona en su realización personal, sino que la incorpora a un discurso despersonalizado: la educación convertida en un proceso de despersonalización. En la clase de Koro-Sensei, el asesinato permitía a los estudiantes conocer los mecanismos de matanza que más se adecuaban a ellos y, de hecho, durante los últimos capítulos de la serie se da una radical performatividad del asesinato: la autoconsciencia del estudiante que ha logrado comprender que su mejor arma es la del francotirador y no el cuchillo o las trampas. De esta concepción de asesinato como obra de arte se abre, entonces, un segundo camino que demuestra que la capacidad asesina de los estudiantes ha logrado extenderse, con sus habilidades, a una capacidad cognitiva y educativa gracias a la revalorización del fracaso mismo del asesinato: fallar continuamente en su tarea les ha hecho mejorar en su rendimiento usando sus propias habilidades dentro de ese campo ajeno a lo que se supone que es enseñar. En la actualidad, sin embargo, el proceso de enseñanza que atestiguo en varios sistemas educativos es la anulación de aquello que permite al asesino asesinar: la creatividad.

La problemática de la creatividad en la educación es crucial en tanto que logramos economizar el valor personal del estudiante mediante una tabla de mercado que sitúa al estudiante en un ránking mundial. Aquello que en Assassination Classroom suena seco, el asesinato, se convierte en una reconfiguración de los valores de nuestra realidad, donde las humanidades y las artes quedan relegadas por un sistema capital que prioriza una carrera científica de valor económico y no cultural. Por lo tanto, la dinamización que produce el fracaso en el acto de asesinar a Koro-Sensei y que suponía la construcción del estudiante como un sujeto autónomo y orgánico, se congela y se suspende ante los procesos de éxito económico que suponen las buenas calificaciones obtenidas mediante la mecanización de conocimientos. El valor artístico de la educación, por ende, no se encuentra en la propia educación y reflejo del profesor en sus alumnos, sino que se encuentra en la chispa que se enciende a la hora de que el estudiante se contemple a sí mismo y sea el profesor quien guíe al alumno a su realización.
Bien propone Assassination Classroom que el éxito material no supone un éxito personal y se refleja en el futuro de los alumnos, 7 años después de los hechos que marcaron sus vidas, donde las dinámicas de relación entre los compañeros y compañeras de clase se llevan de manera orgánica y teleológicamente, como un proceso fluido de autoconsciencia de haber sido capaces de construir su propia autonomía gracias al empujón que logró darles Koro-Sensei. El profesor, en un segundo plano, ha logrado reconfigurar los espacios de discurso que atravesaban y atraviesan a sus alumnos. La tensión entre las dos realidades del discurso, el asesinato y el curso —las series de la tarde y la vida escolar— se ha logrado equilibrar gracias a que el profesor ha comprendido las necesidades personales de sus alumnos. Dentro de la invulnerabilidad que arma a Koro-Sensei, su función como profesor lo hace vulnerable, lo hace ser un camino. Como decía al inicio de este artículo, Kant había planteado dos críticas que al principio se contradecían: la Naturaleza como un Todo movido por leyes de causalidad y el Hombre como un individuo autónomo libre de toda ley. La forma de resolver esta paradoja se encontraba en su tercera crítica: la contemplación como equilibrio entre las dos realidades. La función del profesor no es enseñar a matar, no es enseñar la mecánica de la Naturaleza o la autonomía del Individuo. La función del profesor es enseñar a vivir, es enseñar a los estudiantes a mirarse dentro de ellos mismos, a contemplarse y a encontrar el equilibrio en todo aquello que les atraviesa.
¹Thomas de Quincey. «Del asesinato considerado como una de las bellas artes». Alianza Editorial. Barcelona. 2013

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SOBRE EL AUTOR

~…habia escuchado de esta serie y tengo ganas de verle.~
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Oye me gustó mucho leer este artículo ya vi la serie soy universitario y me preguntaba que tipo de educación sería eso más allá del asesinato y como sería aplicarlo en la realidad,👍👍😁
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