Los videojuegos no son políticos pero su existencia se debate entre su naturaleza como bien de lujo, producto de entretenimiento y objeto artístico, permeando su condición política no sólo al título en sí mismo sino incluso al desarrollo. En una industria en la que los casos de explotación laboral y el acoso sexual en el trabajo están extendidos a veces casi de manera sistémica, hasta el propio acto de crear videojuegos es político.

Al margen de la creación de videojuegos propiamente dicha, dentro de las narrativas videolúdicas se encuentran varias vertientes diferenciadas que reflejan un nivel de aproximación a la política —o a cuestiones políticas— más o menos alto en función de aspectos como su historia, sus mecánicas o las posibles lecturas que se puedan extraer de un título, aunque en muchas ocasiones estas no se delimitan claramente pudiéndose entremezclar unas con otras y dificultando el proceso si lo que se quiere es establecer una clasificación clara de diferentes títulos en cada una de esas vertientes.

Videojuegos de simulación política:

Comprenden aquellos títulos de gestión de recursos tipo SimCity (Maxis – 1989) —en el cual el jugador tiene que crear y desarrollar una ciudad con el presupuesto del que dispone, proveyendo a sus ciudadanos los servicios básicos, educación, salud, ocio, etc…—, Sid Meier’s Civilization (MicroProse – 1991) —en el que el objetivo es dirigir una civilización desde sus inicios y que incluye entre sus opciones fundar ciudades, comandar ejércitos, elegir la forma de gobierno o relacionarte con otros pueblos mediante la diplomacia— o Reigns (Nerial – 2018) —donde se coloca al jugador en el papel de rey en una época medieval, debiendo mantener el equilibrio entre los cuatro poderes: Iglesia, pueblo, ejército y tesoro mediante la toma de decisiones que favorecen a unos y perjudican a otros—. 

Videojuegos de realidad política:    

En esta vertiente cabrían aquellas obras que reflejan de algún modo una dimensión histórica y material que, si bien no es una representación completamente fidedigna, sí que coloca al jugador en el centro de un conflicto político en desarrollo en el cual puede interferir y en el que se establecen paralelismos con el mundo real. Algunos ejemplos serían los videojuegos bélicos del estilo de Battlefield 1942 (DICE – 2002), que recrea las batallas más importantes de la Segunda Guerra Mundial adoptando el jugador el papel de un soldado del Eje o del bando Aliado, o la saga Assassin’s Creed (Ubisoft – 2007/2020) que sitúa al jugador en recreaciones de lugares y acontecimientos históricos donde conoce a personalidades relevantes que van desde Sócrates hasta Winston Churchill, pasando por el Papa Borgia, Alejandro VI.

Videojuegos de ficción política:

Los videojuegos de ficción política se alejan de una realidad fácilmente identificable con la que se puedan establecer paralelismos pero sin renunciar a la creación de nuevos espacios de diálogo político, ajenos al jugador en la representación de una realidad histórica pero reconocible en su presentación de un contexto político, histórico y/o social. Casos como el de Wolfenstein II: The New Colossus (MachineGames – 2017) poseen algunos elementos tomados directamente de la realidad pero retorciendo esta hacia ucronías en las que el jugador ayuda a elaborar una nueva ficción —en este caso, combatir a un ejército nazi que ahora domina el mundo—, pero existen casos de narrativas que ocurren en mundos alejados de la realidad como por ejemplo la saga Dishonored (Arkane Studios – 2012) que, si bien sus ciudades, estratos sociales y situaciones poseen influencias históricas reales —la arquitectura de la ciudad de Karnaca está inspirada en la española, griega, italiana y cubana; en el primer título la ciudad de Dunwall se ve asolada por la Plaga de Ratas, basada en la peste bubónica que también era transportada por roedores; y la Abadía de Quídam, religión mayoritaria del imperio, encuentra similitudes con las representaciones que se hace de la Santa Inquisición en la ficción—, el mundo desarrollado por Arkane Studios es una invención con su propio sistema de gobierno, clases sociales, industria, ciencia, etc…

Estas clasificaciones se entremezclan en muchas ocasiones. Así, una propuesta como la de Papers, Please (3909 LLC – 2013) transcurre en la frontera de los estados ficticios de Arstotzka y Kolechia pero encuentra ecos de la realidad a la vez que sus mecánicas se acercan más a la gestión de recursos y toma de decisiones de los simuladores políticos que a la acción. Al margen de dichas clasificaciones, podría buscarse una lectura política e ideológica, consciente o no, de la mayoría de las obras que salen al mercado aunque aparentemente estén desprovistas de dicha temática, encontrando un componente ideológico no sólo en obras en las que es evidente como la saga Call of Duty con el retrato que se hace de la guerra y a quién encarna el jugador, o Kingdom Come: Deliverance (Warhorse Studios – 2018) y la polémica racial que lo acompañó desde su salida, sino en otras donde parece menos claro, como la lectura capitalista sobre Moonlighter (Digital Sun – 2018).

A estas clasificaciones (videojuegos de simulación política, de realidad política, y de ficción política) y la mezcla que pueda surgir en cada título de cada una de ellas y que normalmente va asociada a una narrativa o mecánicas claras, la mencionada inclusión de ideología de forma consciente o inconsciente suele ser a través de pequeños detalles que apuntalan el entorno digital en el que se debe desenvolver el jugador (worldbuilding), igual que lo hacía el poder contemplar las pintadas en las paredes de la ciudad de Karnaca en Dishonored 2, donde se protestaba por los impuestos.

La historia del título de Arkane Studios sitúa al jugador por segunda vez en el escenario de un golpe de Estado. Delilah Copperspoon, quien dice ser hermana de la anterior emperatriz de Dunwall, Jessamine Kaldwin, irrumpe en el palacio real durante la fiesta de conmemoración del asesinato de Jessamine hace 15 años, suceso que desencadenaría los acontecimientos del primer Dishonored. Pese a sus mecánicas como videojuego de acción y sigilo con un fuerte énfasis en su —excelente— diseño de niveles, su trasfondo político siempre está presente. Ni el esfuerzo más concienzudo de quien defienda el mantra de los videojuegos no son políticos, centrándose en sus mecánicas, obviando su parte política y contemplándola únicamente como una premisa de la que parte el título, podría sostener que un juego cuyo inicio —por segunda vez consecutiva— es colocar al jugador en medio de un golpe de Estado no tiene, evidentemente, política. Todas las acciones que el jugador lleve a cabo en adelante se vertebran sobre ese asalto al poder que acaba con la joven emperatriz o el protector real —en función del avatar jugable que se escoja— aprisionados, es decir, la finalidad última del jugador será recuperar el poder y restablecer el orden social y el Estado a su situación previa.

torre

La Abadía de Quídam, que en el primer Dishonored se muestra como una fuerza religiosa radical liderada por fanáticos cuyo objetivo es exterminar el resto de religiones mediante el miedo y la violencia y reforzada dicha imagen por su estética militarista, es reescrita en la continuación como una fuerza del orden que, si bien conserva su imagen militar y fanatismo religioso, fue capaz de trabajar junto a Emily Kaldwin para proteger a los ciudadanos de Dunwall y devolver la estabilidad a la ciudad después de la Plaga de Ratas. No obstante, esta actitud colaborativa con el imperio se corresponde más a una forma de alinear sus intereses con el poder —preservar su idea de imperio y su futuro— que a un cambio en sus métodos. En Dishonored 2 el jugador puede encontrar escenas de tortura de La Abadía durante interrogatorios a miembros de la jauría. Así, aunque la orden trate de adoptar una apariencia de legitimidad mediante la confianza depositada por el Gobierno en ella y la defensa de la tradición y de los ciudadanos, tanto el jugador como el pueblo puede, a la luz de sus actos, cuestionar esta legitimidad y si su comportamiento “reformado” tiene más que ver con la aparición de Delilah y sus brujas, las cuales constituyen una nueva amenaza superior, y en menor medida con La Jauría, un grupo de delincuentes que dice trabajar por el pueblo y con quienes mantienen un conflicto por las calles de Karnaca.

Existe pues una disputa entre estos grupos de poder por constituirse como autoridad legítima frente al pueblo, disputándose el control social sustentado no sólo por la fuerza sino por las creencias. La forma de presentarse como la autoridad real no es sólo a través de la imposición de un grupo sobre otro sino de la religión y creencias que cada uno de los grupos defiende —la Abadía de Quídam y el culto a El Forastero y el Vacío— y el carisma de los individuos que los representan—y de la propia Emily Kaldwin—, pues para que cualquier estrato social, individuo o grupo de individuos se perpetúe en el poder o en una clase debe ser aceptado y respaldado por una mayoría social o imponerse mediante la violencia, caso en el que aún así deberá contar con una masa suficiente de gente que lo apoye o será depuesto por otra mayoría violenta. Actúan por tanto en pos de identificarse con la imagen de alguna de las ramas de autoridad tripartita propuestas por Max Weber1.2.3autoridad carismática (carácter, heroísmo, liderazgo religiosidad), autoridad tradicional (patriarcas y feudalismo), autoridad legal (burocracia y leyes y estados modernos)—.

Cuando el jugador empieza una nueva partida —tanto en Dishonored como en Dishonored 2— no tiene opción de optar al poder. La historia se pone en marcha cuando su posición de autoridad le es arrebatada, lo que impide que también pueda utilizarla para influir desde ella. Esto supone un arco narrativo en el que la prioridad es la salvación propia para —supuestamente— salvar al pueblo. Recuperar el poder para poder administrarlo de la manera que se considera correcta, pero sin dar al jugador esa posibilidad real pues en el momento en el que su posición es restituida es cuando acaba el juego. Se diferencia aquí de los simuladores de gestión pero también de obras bélicas que habitualmente otorgan el control de un simple soldado, pues en el caso de Dishonored el poder que se restituye —aunque el jugador nunca pueda llegar a hacer uso de él— es el propio, mientras que el papel del soldado es el de recuperar o solucionar la situación para otro.

El no permitir esta opción tiene como consecuencia el conseguir algo de separación entre avatar y jugador, lo que posibilita un juicio más crítico sobre la política de Las Islas. Sí, Delilah Copperspoon da un golpe de Estado, pero desde que eso ocurre hasta que el jugador sale a las calles de la ciudad pasan tan solo unas horas, es evidente que, más allá de ocupar Dunwall, es imposible que el nuevo gobierno haya tomado algún tipo de decisión política que tenga que ver con la gestión del día a día de los ciudadanos, la mayoría de problemas con los que estuviese conviviendo el pueblo hasta entonces son responsabilidad de la dejadez de los anteriores gestores, es decir, la propia Emily.

A esto hay que sumar el hecho de que no parece existir la democracia en Las Islas. Emily es emperatriz porque heredó el cargo tras recuperarlo Corvo Attano para ella después del primer golpe de Estado que acabó con el asesinato de su madre, Jessamine Kaldwin. Lo mismo sucedió con el Conde Luca Abele que sustituyó a su padre Theodanis al mando de Serkonos y se descubrió como un gobernante nefasto, cruel y déspota más centrado en su propio bienestar que en el de su pueblo y deshaciendo todo el bien que había hecho su padre por Karnaca.

La opulencia del palacio real contrasta con la infección de las moscas de la sangre que cada vez se extiende más y más por la ciudad llegando a ocupar plantas enteras de edificios. El pueblo parece sobrevivir más que vivir y el único ocio del que parecen disponer es jugar a los dados o beber en el bar mientras que el polvo de la sobreexplotación de las minas enferma a los mineros y contamina toda la ciudad cubriéndola de partículas de plata y suciedad. Cabe preguntarse entonces hasta qué punto es ilegítimo el movimiento de Delilah o, al menos, si debe preocuparle a la gente de a pie. Conforme avanza la aventura, el avatar del jugador —Corvo o Emily— repite varias veces que ahora es consciente de las condiciones en las que viven sus vecinos, pero la situación de Dunwall ya fue desastrosa hace quince años cuando ocurrió la Plaga de las Ratas y sin embargo han vuelto a permitir el abandono del pueblo por parte de sus gobernantes ¿Por qué deberían los gobernados esperar entonces algo de aquellos que les han vuelto a fallar? 

Además de la presencia de esas facciones que se disputan la autoridad y que puede ser vista como un conflicto entre los poderosos que en nada afectará realmente a la gente, existen pequeñas historias individuales y detalles que refuerzan la presencia de ideas sobre el estado social y su orden, la forma de gobierno y las circunstancias en las que se encuentran Dunwall y Karnaca. 

Las ideas políticas, como algo que permea consciente o inconscientemente en cualquier obra por el simple hecho de ser obras creadas por gente con ideas políticas, se filtran por las calles de Karnaca en forma de graffitis y notas. En multitud de paredes de la ciudad se pueden encontrar pintadas idolatrando el culto al Forastero, marcas que delimitan el territorio de las bandas locales, insultos contra la emperatriz o el duque, o quejas —¿o apoyo?— a los impuestos en Dunwall y Karnaca en forma de mensajes pintados de blanco en los que se lee “Taxes, taxes, taxes” (impuestos, impuestos, impuestos), lo que implica un esfuerzo mental de los artistas por empatizar con la situación y hacer el ejercicio de ponerse en la piel de los ciudadanos de Las Islas para pensar en qué es lo que escribiría ese pueblo cabreado con sus gobernantes.

9c776a93beed5a0b697c2553a85d010e

De este último se puede intuir que es el pueblo quien soporta la carga impositiva más alta (o, al menos, desproporcionada) en Dunwall (los ricos no acostumbran a salir de sus mansiones a dejar pintadas en las paredes). La riqueza de Karnaca está en manos de unos pocos mientras que el populacho —el mismo del que salió Delilah Copperspoon— sobrevive a duras penas. En el gran palacio del duque Abele se puede encontrar una carta que refuerza esta idea sobre quién corre con los gastos de la aristocracia de la ciudad en la que se pide al doble del duque que interceda en una propuesta para gravar con un impuesto del veinte por ciento a las clases más altas, que son aquellas que disfrutan de los beneficios de explotar las minas de plata que luego cubren de polvo las calles y hacen enfermar a quienes lo respiran mientras ellos malgastan el dinero en orgías dentro de palacio (como comentan dos invitadas en la visita a la casa de Luca Abele). Ni siquiera la figura de Jessamine Kaldwin, antigua emperatriz querida por el pueblo, queda libre de culpa y se siembra la duda de si la historia de Delilah puede ser de alguna manera cierta, estando todos los personajes que ostentan el poder, corruptos. El poder corrompe. Ya sea Jessamine que se crió en la corte, Emily que sobrevivió a un golpe de Estado antes de llegar al poder, Corvo que se crió como uno más en la isla de Serkonos, Delilah que fue expulsada de la Torre de Dunwall y tuvo que sobrevivir huérfana en las calles, o Abele que se educó bajo la tutela de alguien que era percibido por el pueblo como un gobernante bueno y benevolente. Curiosamente, Aramis Stilton, de orígenes muy humildes y que pese a obtener dinero y poder al llegar a Karnaca sigue defendiendo de la explotación a los trabajadores de la mina intentando mejorar sus condiciones de trabajo, acaba perdiendo el juicio tras relacionarse con el resto de poderosos. Quizás una lección.

Sin llegar a existir una lucha de clases propiamente dicha, desde Arkane Studios sí que se mostraron esas diferencias de clase con las que el propio jugador puede ser crítico sin que se las deba señalar de forma obvia. No está presente el conflicto como tal pero sí todos los elementos de desigualdad social e incluso la idea de que la individualidad no es suficiente para lograr un cambio colectivo. El conflicto entre Emily/Corvo y Delilah casi es ajeno a la gente común y visto simplemente como una disputa entre dos ricos o aristócratas luchando por el poder, pero quien obtenga este no influirá en demasía en las vidas de los habitantes de Dunwall. Ni Emily, ni Corvo, ni Delilah van a salvar Dunwall, Dunwall deberá salvarse a sí misma.


1 Max Weber. Economía y sociedad. Esbozo de sociología comprensiva (Fondo De Cultura Económica USA. 2008)
2 Max Weber. La Política Como Vocación (Createspace Independent Pub. 2016)
3 Heidi Rautalahti. Disenchanting Faith—Religion and Authority in the Dishonored Universe (MDPI. 2018)


Espada y Pluma te necesita


SOBRE EL AUTOR

Deja una respuesta

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s