Todo había empezado con un pequeño despiste. El señor López me pidió que bajara al pueblo más cercano para hacer la compra y que luego preparara una cena para conmemorar el primer aniversario de su exitosa tienda de caniches en un barrio lejos de allí.

—Quiero todo perfecto —terminó López. Y cerró la puerta de su enorme coche, lo arrancó y desapareció entra la niebla de una mañana nublada. 

El señor López había sido el heredero del gran señor López, que a su vez había heredado la fortuna de su padre, el señor López, quien se la había ganado estafando a su hermano, el señor López, heredero original de la gran fortuna del señor López original, bajito, consumido y desalmado. El señor López que a mi me compete no era así. Era un señor de mediana edad, vigoroso, con unos fuertes brazos y unas manos ideales para coger bien el palo de golf. Había trabajado muy duro para conseguir su fortuna a base de estudiar páginas web que ofrecieran realizarle el trabajo de clase desde la secundaria hasta que la Universidad le dio su título de abogado de consolación. De cara para afuera, con sus amigos, el señor López era de lo mejor. Vestía elegantes ropajes de época, se repeinaba hacia atrás con un gel especial a base de cerumen de merluza que un vendedor le había estafado por teléfono y procuraba llevar un disimulado bigote clarito que decoraba su cara ya arrugada de adolescente. De nuca para adentro, el señor López era un poco menos espléndido. Llegaba de su larga jornada de trabajo sentado en una silla y se desvestía en la entrada. Tocaba una campanita para que yo acudiera en su ayuda y me pedía una cerveza fría y que le encendiera la televisión. Los fines de semana, cuando estaba libre, salía con sus amigos de acampada. Me decía, “me voy de acampada con los chicos” y cerraba una puerta que no volvía a abrirse hasta el domingo a la noche. Cuando llegaba, olía a colonia de hombre y el cerumen de merluza del pelo se le había ido yendo. Llegaba, dejaba todo en la entrada y se dirigía a sus aposentos en el ala este de la casa.

La casa era enorme. Más bien, de hecho, era una mansión. Tenía tres alas: una este, donde estaban las habitaciones; una oeste, donde estaban los baños y la cocina; y una norte, donde había una enorme sala de banquetes y estaba la puerta acristalada que daba a un jardín de estatuas. Yo me encargaba de limpiar todo, las habitaciones, el baño, la cocina, las habitaciones de invitados y del jardín. El jardín era mi lugar favorito, ¿sabes? Salir por una puertita de cristal y ver tal paisaje de hermoso verdor forestal me tranquilizaba los días más grises del año. Las estatuas las hago yo. Mucha gente cree que cuando hablo de un jardín de estatuas me refiero a estatuas de mármol, como Doña Ozora, a quien siempre le sorprendía la idea de que fueran animalillos disecados en pequeños altares de piedra.

—¡Tiene usted de todo en este jardín! —se escandalizaban cuando invitaba a sus amigas a tomar el té en el rincón izquierdo del jardín los fines de semana que el señor López se ausentaba en su acampada.

Yo se lo agradecía, a quienes venían a tomar el té, y de recuerdo les cortaba un ramillete de rosas que crecían enredadas en un árbol cercano. Luego arrancaba unas escrofularias doradas y decoraba lo que faltaba con las capuchinas que decoraban el césped de las islas del jardín.

—Tenga, querida —les decía en la puerta de la mansión una a una. — de recuerdo por haberme alegrado la tarde. Espero que la semana que viene puedan volver nuevamente a disfrutar de un té conmigo.

Normalmente, sin embargo, no volvían. Si algo tenía la mansión era que estaba en lo alto de una montaña que fue erosionándose de generación en generación hasta parecer un acantilado por los cuatro costados.

El señor López no tenía problemas para ir y venir a su trabajo porque había exigido al ayuntamiento del pueblo la construcción de un puente de piedra que uniera su mansión con la montaña más cercana al pueblo más cercano. Las fuertes influencias de los López en el pueblo habían permitido una rápida y ágil construcción de un enorme y carísimo puente de piedra con el dinero público que iba destinado inicialmente a la apertura de un colegio. En aquella ocasión también se organizó una fiesta en la mansión celebrando el nuevo puente, pero terminó en desgracia pues el padre del señor López, el señor López, se perdió en la mansión y no ha vuelto a aparecer. Si hay algo que debéis saber de ella, es que el primer López se había instalado en esta mansión cuando el señor Gómez, original propietario y constructor de la mansión, había salido de caza. Por suerte para López, al señor Gómez lo embistió un enorme jabalí rebanándole las costillas, en paz descanse. Desde ese momento, los López hicieron ver que toda esa fortuna era suya hasta día de hoy. La cuestión llega cuando el séptimo señor López descubrió que la casa estaba llena de pasadizos que, según él, había instalado inteligentemente un antepasado suyo. Por lo tanto, desde ese momento, y coincidiendo con mi llegada a esta mansión, muchos señores acababan desapareciendo cada vez que se hacía una fiesta.

Quiero todo perfecto dijo, y me recitó de memoria sus platos favoritos. Haz carne, los chicos queremos comernos un jabalí entero, por lo menos, había dicho antes de subirse al coche el señor López. Cogí el papel, me senté en la mesita de la enorme cocina y comencé a apuntar: carne, patatas, boniatos, zanahorias, calabazas, puerro, apio… Bebidas, ron, whisky, brandy… Tarta de chocolate de postre. Pensé que sería buena idea preparar un estofado de carne con guarnición otoñal de calabazas, zanahorias y boniatos. Seguro que al señor López le encantaría. Dejé la lista de la compra sobre la mesita y me fui a la habitación para cambiarme.    

El señor López dormía en una hermosa cámara de paredes niqueladas de oro y con un enorme techo del que colgaba una lámpara de araña que vigilaba toda la habitación. Una enorme cama mullida, un tocador de aspecto muy varonil y un armario lo suficientemente grande como para desfilar por él. Mi habitación estaba en el ala oeste, entre la cocina y el baño, un boquete que el señor López decidió abrir cuando una noche me encontró durmiendo en su sofá preferido. La mansión tenía 32 habitaciones y 15 baños, pero como siempre había sido, estos quedaban reservados a los posibles invitados. Si hay algo que detestan los López, más que a los pobres, es el no ser buenos anfitriones. Darían la vida por complacer a sus invitados cuando estos estuvieran en su humilde morada, pues como toda buena persona que se precie, siempre hay que pensar en los demás.

—¡No puedo permitir que duerma usted en mi sofá! —rugió una noche de tormenta cuando se había levantado para ir al baño. —Mañana mismo le voy a preparar un lugar diferente para que pueda usted descansar.

A la mañana siguiente, antes incluso de que yo me despertara, una veintena de hombres estaban picando la pared contigua a la cocina principal. Cuando me acerqué con gesto adormilado a ver de dónde venía ese ruido infernal, el señor López me recibió con una sonrisa.

—¡Buenos días! Prepáreme un café que hoy he madrugado aun siendo sábado— dijo con tono humilde.

Cuando cayó la noche y ya había limpiado su habitación, su baño, había pasado la aspiradora por las otras treintaiuna habitaciones y había podado todos los arbustos estacionales, el señor López me llamó ilusionado.

—¡Mire! ¡Ya hemos terminado su habitación! —gritó de alegría tras el enorme esfuerzo que había dedicado en mirar a los obreros trabajar. —Después de prepararme la cena y lavar podrá venir a decorar su nuevo hogar, ¿no le parece estupendo?

Aún con el traje y la corbata puestas, el señor López acompañó a la veintena de hombres a la entrada y le apretó la mano a cada uno en señal de agradecimiento. Me ordenó cerrar la puerta y se quitó el traje y volvió a su rutina de simular convertirse en la hojarasca de su sofá.

—¡Me lo has hundido todo! —gritó desde el sofá con sufrida pena mientras le preparaba su plato favorito como recompensa por un enorme esfuerzo, aún siendo sábado, que había dedicado a proporcionarme una habitación solo para mí.

Calabaza, boniato, zanahoria, puerro, bebida… Olvidaba algo… ¡Patatas! Eran importantes las patatas porque le daban esa textura tan rica a la combinación tan otoñal. Fui a mi habitación, cogí una chaqueta, una bolsa de ratán y, cerrando la puerta, me dirigí al pueblo.

Muy rara vez bajaba al pueblo. La enorme mansión del señor López estaba tan alejada de todo y de todos que era rara la vez que se me ocurría salir de casa. Muy de vez en cuando, cuando aún seguía vivo el padre del señor López, el señor López, me daba el capricho de salir a pasear por la ladera de la montaña que daba al pueblo, pero rara vez llegaba al valle. Era como un lago profundo de casas en un mar verde amarillento. La última vez que bajé al pueblo y fui de compras por voluntad propia, fue para la fiesta de inauguración del puente de los señores López padre y López hijo. En aquella ocasión, el camino de la mansión al pueblo no estaba allanado, por lo que tuve que volver con las manos vacías al no encontrar el camino al pueblo. En esta ocasión, el camino estaba señalado. Por suerte, la cena de inauguración fue perfecta, así que esperaba que esta cena de aniversario lo fuese también.

El señor López se había esforzado mucho en levantar su tienda de sucursales de venta de caniches, por lo que era un logro no solo profesional, sino también personal: había conseguido llevar su negocio con éxito sólo con el dinero de la herencia y los contactos. La tienda de caniches había prosperado en los últimos meses, después de que una famosa y reputada modista milanesa le hubiera hecho un encargo de 300 caniches para desfilar en la pasarela de este año. Fue el centro de atención durante todo el evento y se llevó todas las miradas que contemplaban con un horror fascinante la inteligencia y la creatividad de la modista. Ya a la semana siguiente, los empleados del señor López no pararon de contestar llamadas de comandas que pedían su lote de caniches después de quedar maravillados con el espectáculo de la milanesa. Las orejas de los caniches las había usado para hacer aretes. Las pulseras eran los huesitos de la pata y las vértebras, y las costillas limadas habían descubierto al mundo una nueva forma de llevar collares. Y todo gracias al señor López. Lo mínimo que podía hacer era preparar la mejor cena de aniversario de la exitosa empresa de caniches que pudiera. Sin embargo, a la entrada del pueblo comprobé con horror el mayor temor de mi existencia.

Unas mariposas negras se empezaron a agitar en mi estómago, mis ojos se nublaron solos y el párpado caía como una piedra sobre mi pecho destrozado. Me palpé rápido, temeroso de que lo peor pudiera estar pasando, que sucediera aquello que en las noches me mantenía en vilo. El cuello me palpitaba y sentía mi sangre enredarse en coágulos cuando metía, con horror, mi mano en los bolsillos del pantalón. Deseaba que no pasara, que estuviera allí, que no se hubiera ido, que no me hubiera abandonado, que no me hubiera aislado y apartado de todo aquello que creí tener y que resultó ser una sombra que aquel monstruo informe había maquinado por tantos años como un conjuro ancestral preparado durante siglos a ser orado. No podía creerlo, me temblaban las piernas de solo pensar en la posibilidad de su ausencia. Sentí que el techo del edificio caía sobre mí, que las vigas que sostenían la estructura de mi vida iban a ceder de un momento a otro tras sentir y constatar esa terrible sensación espectral de huida y soledad en la que me había dejado. Repetía sin fuerzas y tiritando como un hechizo solemne y fúnebre las palabras que un yo pasado había escrito como algo sagrado para mí. Calabaza, zanahoria, boniato… No podía, era incapaz. La bolsa de ratán se hacía cada vez más honda y sentía que caía dentro como una eterna espiral de oscuridad laberíntica que esperaba alimentarse de mi cordura, de las pocas polillas que quedaban en el vómito de mi alma condenada: me había olvidado la lista de la compra sobre la mesita de la cocina.

Para disimular el desmoronamiento de mi locura, cogí un carrito y avancé como un fantasma olvidado en una gran casa atrapada en el tiempo por las diferentes góndolas del supermercado. Levantaba los ojos como el levantar de unas ruinas y los demás me atravesaban como un soplo de aire frío, impasibles a mi desesperación. Quesos, yogures, jamones, pizza envasada… Todo pasaba ante mí como una lluvia sólida que se impregnaba en mi mente como brea caliente. Azúcar, mermelada, frutos secos… Arrastraba una enorme esfera negra de dolor y miedo a cada paso que daba, y se agrandaba como el dolor de una madre perdiendo a su hijo, como el aro de sangre que se expande en la camisa blanca de un camionero al que acaban de disparar. Cereales, bollos de chocolate, galletas tosta rica… Y unas garras de amargura me arrastraron del rostro hacia atrás, como una guadaña ciega que siega y rebana en finas lonchas el cráneo de aquel a quien le ha llegado la hora de su muerte. Y el ahogo, una mano dentro de mi garganta que aprieta en el interior de mis cuerdas vocales como un manojo de espaguetis en oferta. No podía recordar nada, no podía sentir nada más que el dolor del olvido de todo aquello a lo que había condenado mi despiste. Era ínfimo, como una astilla en una escultura de Bernini, pero al mismo tiempo abría en la piel de mi memoria una cavidad cercana al abismo del mundo, negro, silencioso y profundo. Todo acaba, todo empieza. Todo termina aquí.

En mi condena más atroz, sin embargo, mientras arrastraba mis pies como un niño crucificado, llegó la luz. Era tibiamente verdosa y mis ojos nublados le dieron esa textura brumosa del final del camino de la vida. Calabazas, zanahorias, boniato… La luz se tornó otoñal, cálida, sentía que poco a poco los coágulos de mis manos recuperaban el color y la bruma de mis ojos se disipó. El aro de sangre dejó de crecer en la camisa blanca y lo desconocido dejó vibrar de nuevo mi garganta.

—Calabaza, zanahoria, boniato… —musité. —Calabaza, zanahoria, boniato…

Repetía como un último sortilegio las palabras que recobraban mi cordura como una laguna en mi memoria que volvía a llenarse de agua pura y cristalina. Todo volvía, la piedra se levantó de mi pecho y los pilares del supermercado volvieron a sostener toda mi vida. Había sido como el supermercado y volvía a recitar.

—¡Calabazas! —grité.

Una señora mayor con unas enormes gafas amarillentas se giró con desprecio y continuó su condena. Volví a ser yo. Guardé en el carro la calabaza, las patatas, el boniato, las zanahorias, el puerro, el apio y las bebidas alcohólicas. Por fin el señor López podría disfrutar de su gran velada.

Aquel día festivo, el señor López se lo tomó libre. Sus empleados fueron premiados con una reducción de jornada y con un llavero de caniche que representaba la fidelidad hacia la empresa. Aprovechó, por ello, su día libre, un viernes, para pasárselo en grande a las afueras de la gran ciudad más cercana mientras dejaba a mi cargo toda la preparación. Era una sensación de halago la que yo sentía, pues sabía que el señor López se había esforzado mucho en conseguir el éxito que actualmente tenía su empresa y que yo fuese quien se encargara de todo me llenaba de orgullo. Cuando llegué a la mansión, después de haber subido toda la montaña y cruzar el puente de piedra con las bolsas de la compra, lo guardé todo en los cajones de la despensa y me fui a ordenar.

El señor López había aprendido a vestirse solo a los 17 años, pero no había adquirido la costumbre de que, al desvestirse, debía guardar la ropa. Según él, entendido en este tema, es lo que hacen muchas mujeres en las películas que más le gustan. Dejan caer una tela fina de seda o agua de sus hombros al suelo y avanzan sugerentes hacia la cámara que les mira lascivamente desde un sofá mientras se toca y mientras le preparo la cama. El señor López me contrató de forma indefinida por error y después de servir a su hijo, el señor López, y al hijo de su hijo, el señor López, ahora sirvo al señor López que está a las afueras de la gran ciudad festejando el éxito de su empresa.

Al señor López no le gustaba que diera mis flores a sus amigos, pues ellos eran hombres de verdad y a los hombres no le gustan ese tipo de cosas. Por lo tanto, junté las doce mesas que había en el comedor del ala norte y las dispuse como si fuese un banquete medieval. La mesa del señor López en el centro y sus amigos a los lados. El centro era una cavidad para que el personal pudiera servir los platos más cómodamente. Luego regresé a la cocina y encendí los fogones. Aún era temprano, el sol seguía en el cielo y desde la ventana de mi cocina veía mi jardín de estatuas y la enorme cordillera montañosa al fondo.

El señor López llegó un poco más tarde de lo que creía, sin colonia de hombre y sin cerumen de merluza en el pelo. Dejó la ropa en la entrada como una actriz en una película de vampiros y caminó con terquedad hacia su habitual sofá. Le llevé una cerveza y continuó hipnotizado por la enorme televisión que le mostraba a una veintena de hombres perseguir a una pelota. Volví a la cocina a comprobar los diferentes fuegos abiertos y me senté a leer en la mesa de la cocina.

Sin título

El sol comenzó a ponerse tras la enorme cordillera, las estatuas se empezaron a oscurecer y el jardín empezó a iluminarse con pequeños farolillos que alumbraban el camino de piedra y colgaban de los sauces próximos a la entrada. En la lejanía, empezaban a escucharse los motores de los amigos del señor López, quien ya se había embadurnado el pelo y se había cambiado. Olía a hombre. A lo lejos escuché como un murmullo de risas y gritos mandrilescos de los mejores amigos del señor López que fueron desfilando hasta el salón. La cerveza seguía en la mesita auxiliar y el señor López no supo cómo se recogía para que sus amigos no vieran el desorden. Acudí en su auxilio y me llevé la botellita lo más rápido posible. A la media hora, justo cuando las zanahorias ya estaban en su punto perfecto, volvió a entrar otra tanda de personas, ahora promotores, contactos y empresarios con olor a hombre que entraban como bueyes con un yugo.

Durante la tarde, antes de ponerme a leer, había decorado toda la casa con caniches. El señor López se dio cuenta de mi talento y quiso que preparara perritos para que nos acompañaran en la velada. Cuando llegaron, los invitados se sorprendieron gratamente del trabajo que había realizado el señor López decorando su casa y recibió una calurosa y viril ovación. Ya solo faltaba trocear todo y servirlo en grandes platos de plata para llevarlo a la mesa. En ese momento tan delicado del troceado, el señor López se asomó por la puerta como un maniquí sonriente.

—¿Cómo va todo? —preguntó.

—Como la seda, señor —le contesté. —Ya están casi listas todas las verduras. Calabaza, zanahoria, boniato… Va a estar exquisito, señor López.

El señor López entró en la cocina por segunda vez en su vida. Descubrió que la comida se cocina con fuego y que los cuchillos pueden servir para algo más que asesinar a zombis.

—Perfecto —dijo acercándose a la mesita. —¿Un libro sobre bordado?

Qué poco varonil.

—Disculpe señor, era lo único que he encontrado. Me falta la tela, pero ya he comprado las agujas.

—Muy bien —respondió dejando el libro en la mesa, orgulloso de haber sido capaz de leer el título de una forma tan fluida y seguida —pero pudiéndome comprar la ropa no sé para qué quiere eso.

El señor López se fijó en un pequeño papelito que había en el suelo y lo cogió.

—¿Qué carne has comprado? —sentenció.

La carne… La carne… El señor López se acercó a las ollas para comprobar la carne que había traído. No había traído ninguna carne. Me sorprendió comprobar que la lista de la compra apareciese en sus manos justo en aquel momento en el que todo iba tan bien. Dejé de trocear las zanahorias y me alejé de la encimera. No podía permitir que aquella sensación de terror volviera de nuevo, la sensación de olvido, pero tampoco podía permitir que los amigos del señor López no disfrutaran de una buena porción de carne.         

—La carne es lo más importante —repitió el señor López. —¿Dónde la estás haciendo?

—Yo…Yo… —me quedé en silencio. —No he podido traer carne.

El señor López empezó a enrojecerse. Sus mofletes consumidos y afilados se arrugaron y su frente empezó a revelar un camino desconocido que atravesaba su ojo derecho.

—Le dije que quería que saliese todo perfecto —repitió nuevamente. — ¿Y cómo voy a quedar yo delante de todos mis amigos? ¿Les doy verduras como si fuesen enfermos?

—Yo… Yo lo siento, señor —fue lo único que se me ocurrió decir en aquel momento de tristeza y desesperación por él.

No podía ser, por mi culpa el señor López iba a quedar mal frente a sus amigos, cuando quedar bien ante los otros era lo más importante para el señor López. No podía ser, iba a ser yo quien se tuviera que responsabilizar de semejante deshonra. La mirada vacía del señor López me pedía a gritos que le ayudara, por favor, que sin mí estaría perdido y la gente pensaría mal de él. No podía ser. Tenía que conseguir carne de inmediato, pero no podía, apenas quedaban dos horas para la cena, aún estaban de picoteo, y para llegar al pueblo y volver necesitaría al menos dos horas y media caminando por la montaña de noche. No podía ser, ¿qué podía hacer? Eso era inaceptable. Tenía que hacer algo. El señor López estaba pensando y como no lo hacía muy a menudo porque otros solían pensar por él, estaba tardando más de lo normal.

No podía dejar que el señor López, con toda la buena reputación que tenía, quedara mal ante los demás, era inaceptable. Instintivamente, dejé de pensar al mismo tiempo que hendí el cuchillo de trocear en la nuca del señor López. Era por él, ya vería qué hacer, pero no podía quedar mal ante los demás, ¿qué pensarían de un hombre que no es capaz de servir carne para cenar?, ¿Qué dirían a sus espaldas si por mi error sólo pudiera ofrecer un plato de verduras otoñal muy rico?, ¿Qué haría el señor López con todo el peso de los demás?

Cayó en seco sobre el mármol que había encima del horno. La fiesta de aniversario continuaba en el salón. Todos vestían los originales complementos de caniche que la modista había diseñado: collares de costillas, calcetines de cola, tocados de morro, chalecos de pelo rizado y blanco…Todos brindaban orgullosos del trabajo que realizaban sus empleados otorgándose el mérito de sus éxitos. La fiesta de aniversario para celebrar el primer año de la empresa de caniches del señor López estaba siendo un éxito.

Mientras tanto, en la cocina, aproveché a vaciar al señor López. Lo abrí por la espalda, le saqué todo lo que llevaba y lo puse en el fregadero para limpiarlo. Los pulmones y el hígado estaban para tirar, pero el cogote y los muslos tenían mucho potencial. Hice la carne en daditos y una salsa con caldo y sangre para dar un gustito. Se estaba haciendo a fuego lento y aproveché para llevar unos entrantes que había en la despensa para servir como primer plato.

—¿Dónde está el señor López? —me preguntó un viejo calvo y gordo que se había embutido en un enorme traje caqui.

—Está indispuesto en el baño, con suerte pronto estará con ustedes. —Contesté improvisando algo.

—Será posible —farfulló. —Es su fiesta y se la está perdiendo.

—No se preocupe, —le respondí —al señor López no le gusta quedar mal con sus invitados. Daría la vida si fuese necesario para que estuvieran ustedes a gusto.

El viejo chasqueó la lengua. La carne se estaba haciendo al ritmo perfecto. Cuando acabó de hacerse, coloqué la carne en los platos junto a la guarnición otoñal y fui llevando de a cuatro platos hasta servir a todos los comensales. Con los fuegos ya apagados y la cocina limpia, me fui a la fiesta y me apoyé contra el cristal de la puerta que daba al jardín. Todo el mundo se lo pasó fenomenal: se hizo un gran baile, se contaron anécdotas de ese primer y exitoso año de la empresa y se brindó. Hubo música y risas ininterrumpidas durante toda la noche. El señor López quedó como el mejor anfitrión del mundo. Todos le agradecieron la velada y que ojalá volvieran a repetirla al año siguiente.

En la entrada, ya a altas horas de la noche, me encargué de darles sus abrigos a todos los invitados, uno a uno, que me dijeron que agradeciera al señor López por tan excelente trabajo sirviendo como anfitrión.

—La carne estaba exquisita. —dijo otro viejo gordo y calvo mientras cogía su abrigo de visón y su sombrero de piel de serpiente. —Que me dé la receta la semana que viene, así mi mujer me la hace a mí también.

Asentí con una sonrisa y un por supuesto. El señor López había quedado muy bien ante los demás, estaría muy orgulloso, seguro. Ya nadie pensaría mal de él ni mucho menos pensarían que es poco hombre por dar de comer solo verduras a sus compañeros de empresa. A las 3 de la madrugada arrancó el último coche deportivo y sus faros se perdieron en el puente.

Suspiré. Todo había salido genial y ya nadie volvería a pensar mal del señor López. Cerré la puerta de la mansión y recogí todos los platos. La mayoría de ellos, por no decir todos, habían dejado las patatas, la calabaza, el boniato y las zanahorias, pero en ningún plato quedaron ni tan siquiera los huesos del estofado de carne que había cocinado. Genial, pensé, hemos evitado una tragedia. El señor López tenía razón, la carne era lo más importante de toda la cena. Qué suerte que es un hombre de recursos y ha conseguido solucionar el problema antes de que hablaran mal de él a sus espaldas.

Mientras terminaba de lavar los platos le conté cómo había ido todo al señor López. Le conté cómo le habían felicitado por su esfuerzo y por sus ganas de sacar adelante este proyecto de empresa tan importante que había sido la cena. Todo había salido perfecto. El señor López estaba sentado en una silla, apoyado en la mesita de la cocina y con los ojos un poco secos y la boca un poquito agrietada. Cuando acabé de ordenar todo, me senté a su lado y le dije lo consiguió, señor López. Vamos a ver ahora, dije después. Lo puse de espaldas y abrí el libro de introducción al bordado por la primera página.

En primer lugar, pase el hilo por debajo, luego por arriba y en el hueco meta la aguja para atarlo

Y así era todo el proceso. Embuché el interior con serrín de vómito y lo puse en su postura favorita, recostado en un sofá, con una cerveza y tocándose. Estaba quedando genial. De uno de los cajoncitos de la cocina saqué unos pequeños cristales y, quitándole los ojos, se los puse para que se vieran mejor. Ahora sí, señor López, ahora sí que parece usted.

Era alentador saber que a una edad se puede seguir aprendiendo cosas como a bordar en doble punto. Lo senté en una sillita con rueditas y nos fuimos a pasear al jardín. Las luces estaban a punto de apagarse porque el atisbo del alba estaba apareciendo por detrás de la cordillera. Los animales disecados miraban a su nuevo amigo y yo les decía, no penséis mal de él, que eso le molesta. Y habiendo arreglado lo que piensan los demás de él, acabamos de pasear hasta llegar al rinconcito derecho del jardín, justo al otro lado de la capilla en la que suelo tomar el té.

Subí unas escaleritas decoradas con campánulas, capuchinas e ipomeas y llegué a una enorme cúpula al aire libre. Aquí estarás genial. Coloqué su cuerpo al lado de otro, el señor López. Este estaba al lado de otro señor López y el señor López estaba, a su vez, al lado de un señor López mucho más viejo. Todos juntos, todos familia, todos exitosos hombres a los que nunca una mala palabra les había herido. Todos los hombres de una misma familia posaban disecados en triunfantes posturas costumbristas para evitar perder su esencia. Ya nadie pensaba mal de ellos. Habían quedado genial de cara a los demás, aunque ahora estuviesen rellenos de serrín de vómito por adentro.

A la mañana siguiente, tras un sueño reparador, abrí el ordenador y puse un anuncio:

Se vende mansión con encanto.

Condiciones: apellidarse López.


Espada y Pluma te necesita

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