“Para mi, el terror, el terror auténtico, en oposición a los monstruos y demonios cualesquiera que pudieran estar viviendo en mi imaginación, comenzó una tarde de Octubre de 1957. Acababa de cumplir diez años. Y resulta apropiado poder decir que estaba en un cine…”
Danza macabra – Stephen King.
Danza Macabra es un ensayo de Stephen King en el que reflexiona acerca de las maneras de crear ficciones de terror dentro de la literatura, la prensa, el cine, la radio, el cómic, etc. y la influencia que ha tenido el terror en la cultura americana. El fragmento aquí citado corresponde al inicio mismo del texto, en el que el escritor estadounidense contaba cómo durante la proyección de “La Tierra contra los platillos voladores”, justo antes del ataque de la flota extraterrestre contra Washington D.C., alguien apagó el proyector. La pantalla quedó completamente a oscuras y luego las luces de la sala comenzaron a encenderse, pero prácticamente nadie en aquella sala de cine llena de chavales adolescentes protestó. La sensación de terror que flotaba en el ambiente ante la perspectiva de que todo aquello que conocían podía ser destruido era tal que todos prefirieron guardar silencio.

El miedo es una de las emociones primarias tanto del ser humano como de todo tipo de animales. Una sensación, inherente a cualquier ser sintiente, de ansiedad y angustia ante un peligro que puede ser real o imaginario.
Y ese es un primer punto interesante. Las sensaciones que produce el miedo son reales hasta el punto de constituir un mecanismo de defensa que prepara al cuerpo física y mentalmente en caso de necesitar reaccionar a un peligro, permitiendo al ser vivo mantenerse alejado de la fuente de la que proviene la amenaza y asegurando su supervivencia. Es por tanto un rasgo evolutivo positivo y necesario, sin el cual seguramente nos habríamos extinguido como especie ante la falta de prudencia para mantenernos resguardados de depredadores, lejos de precipicios y peligros potenciales del entorno, etc…
Pero aunque las sensaciones que produzca sean reales, el origen de estos miedos puede no serlo. La clasificación del miedo de Sigmund Freud¹ distinguía entre tres tipos diferentes de miedo:
- El miedo real: Aquel basado y/o provocado por un hecho real (como su propio nombre indica) y objetivo. Es por ejemplo el miedo a un incendio o el miedo ante un atracador que te pone una navaja en el cuello.
- El miedo moral: Tiene más que ver con la percepción social tanto interna como externa que el individuo tiene de sí mismo y que es provocado por sentimientos como la vergüenza, la culpa, etc., como por ejemplo el miedo a morir solo, miedo a hablar en público o el miedo a decepcionar a alguien.
- El miedo neurótico (imaginario): No se corresponde con un peligro o situación real, sino con la anticipación de estas o pensamientos e ideas que sólo ocurren en nuestra mente. La oscuridad es un ente real, pero por ejemplo el miedo a esta, tan común, no es per se a la oscuridad, sino a los peligros con los que nuestra mente rellena ese vacío y que muchas veces ni siquiera es con algo racional; puede ser un asesino en serie o un monstruo debajo de la cama.
En ese miedo imaginario es donde más habitualmente se ha movido la ficción de terror presente en literatura, prensa, cine, radio, cómic, etc. de la que hablaba Stephen King en “Danza Macabra”. Aquel plagado de voces de ultratumba, criaturas extraterrestres, psicópatas de novela o monstruos aterradores que sólo salen a medianoche y que sin embargo, para el autor, aunque eran seres imaginarios mantenían una parte que los ataba de forma poderosa al mundo real representando terrores colectivos e inconscientes. El desenlace fatal que todos tememos que esas criaturas provoquen, al final, es la muerte; la comprensión de que, de una forma u otra, todos como individuos deberemos afrontar nuestra propia extinción. “Que te pille el monstruo” es aterrador no tanto por el acto en sí mismo y lo terrorífica que pueda ser esa criatura, esa situación y ese momento, como por el hecho de que la culminación del acto es la muerte.
Y, por otra parte, el novelista distingue entre dos categorías distintas para el relato de terror: “aquellos en los que el horror es consecuencia de un acto de propia y libre voluntad (una decisión consciente de cometer el mal)” y “aquellos en los que el horror está predestinado y llega desde el exterior…” y que responden a cuatro arquetipos generales como fuentes de ese terror:
- El hombre lobo: Esa bestia que todos llevamos dentro. La parte primitiva y peligrosa del ser humano que obedece a sus instintos y más bajos deseos. Representado por “El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hide” y que se ha perpetuado en la ficción con asesinos alejados de toda norma social, como Hannibal Lecter, Michael Myers y otros muchos.
- El fantasma: Nosotros. Un ser humano libre de los impedimentos y las debilidades de la carne y el cuerpo mortal.
- El vampiro: Un peligro exterior capaz de consumirnos y transformarnos. Presentado por el mito de “Drácula” y o el zombie.
- La cosa sin nombre: Un peligro exterior desconocido, desconcertante e inexplicable que no alcanzamos a entender. Desde “Frankenstein o el moderno Prometeo” hasta “La Cosa” pasando por la figura clásica del extraterrestre venido del espacio exterior y que somos incapaces de comprender.
Para King, la existencia de estos monstruos en la ficción “confirma nuestras buenas sensaciones acerca del statu quo mostrándonos visiones extravagantes de cuál podría ser la alternativa”.
Quizás en estos dos últimos arquetipos son en los que Stephen King y Howard Phillips Lovecraft podrían encontrar más puntos en común acerca de su concepción del miedo.
«La emoción más antigua y más intensa de la humanidad es el miedo, y el más antiguo y más intenso de los miedos es el miedo a lo desconocido.»
H.P. Lovecraft

Los dos últimos tipos propuestos por el escritor estadounidense encajan en parte en lo que sería una definición sobre el miedo a lo desconocido, pero sin embargo no llegan a cuadrar completamente dentro del modelo prototípico de Lovecraft. Seres como los vampiros, los fantasmas o los hombres lobo, aunque imaginarios, tienen un poso de realidad que tiene que ver con su existencia en la cultura popular como parte de una serie de mitos y leyendas que poseen características, formas, etc. definidas dentro de una serie de rasgos en la mente colectiva de la sociedad: los vampiros beben sangre, mueren con la luz del sol, tienen forma humanoide… Los hombres lobo sólo mueren con balas de plata, se transforman con la luna llena, etc. Además de añadir como elemento que los vuelve más “cercanos” a la realidad el corresponder a esas visiones retorcidas de fragmentos del alma humana; pero en la narrativa de Lovecraft no suele existir ese resquicio de humanidad. El escritor de Providence hacía alusión a un tipo de terror indescriptible: seres tan inconcebibles para el cerebro humano que simplemente hacían perder el juicio a aquellos que posaban sus ojos sobre ellos, eran por tanto un miedo que existía sobre todo en la mente de uno mismo; la narrativa de Lovecraft, sobreadjetivada e influida durante gran parte de su obra por M.R. James, daba pequeñas pinceladas sobre esa teoría de no mostrar nunca al monstruo dejando que sea la mente del lector quien rellene los huecos más horrendos de estos volcando en la obra los traumas y miedos propios en función de los cuales cada individuo terminaba de darles una forma final en su imaginación.
Aunque no sea el mismo tipo de miedo, en ambos casos propuestos por cada uno de los escritores, el terror o la reacción que este provoca lo constituye como algo natural: Sea más o menos real, es natural la sensación de terror ante la figura de un vampiro, ante una casa encantada, o ante algo que simplemente es descrito como aterrador, ante un escenario de peligro u hostil en el que nos sabemos no seguros; esa situación clásica de la película de terror ante la que sentenciamos “yo habría salido huyendo al primer ruido raro o mueble que se mueve solo…” o “yo no habría entrado en la casa en la que me han contado que un día como hoy hace 20 años hubo una masacre…” y que habría hecho que la película durase veinte minutos.
Nuestra parte más racional comprende que lo que se avecina durante el consumo de esas obras es el horror y reacciona de manera prudente: ante el peligro lo lógico es huir y ponerse a salvo, como la familia que se refugia en su hogar o el niño que corre asustado a esconderse debajo de las sábanas o tras las faldas de su madre, pero ¿Qué ocurre cuando el miedo invade también ese espacio seguro?
No se habla aquí del género home invasion en el que una fuerza maligna (ya sea un poltergeist, una banda de asesinos o cualquier otra amenaza) invade el hogar de los protagonistas, sino de algo más sutil: la ruptura de sensación de seguridad que trae el hogar (entendiendo el hogar no sólo como la casa propia sino como un lugar seguro, un grupo de gente, familiares, etc.) cuando aparentemente no existe ninguna amenaza.
“Los mundos de Coraline”, “Darkness”, “The One I Love”, o incluso el creepypasta de “El grito de mamá” en sus distintas versiones, son un buen ejemplo de esto.

Una niña regresa a su casa y al entrar por la puerta la voz de su madre la llama desde la cocina. Conforme comienza a encaminar sus pasos hacia allí otra voz, también de su madre, le habla desde su habitación: “Hija, soy mamá, no vayas a la cocina, yo también lo he oído”.
El terror aquí se encuentra no sólo ante la situación extraña y paranormal (la misma voz de la madre desde puntos distintos de la casa) sino en no poder distinguir un lugar seguro como es la figura materna al que poder huir.
Algo similar ocurría en “Darkness” y en “The One I Love” aunque en esta última se eliminaban algunos de los códigos del género de terror para aproximarla más a la ciencia ficción e incluso a una vertiente más cómica, por lo que en un principio no se revelaba directamente la existencia de estos doppelgängers a los protagonistas y se jugaba con un tipo de comedia de enredo. En “Los mundos de Coraline”, sin embargo, se “eliminaba” esta duda: los dobles que existen se presentan como tal. “Soy tu otra madre, tonta”, le dice en tono amable el doppelgänger de su madre a Coraline. Es consciente desde el principio pues, de que existe algo que no está funcionando como debería, un mundo paralelo al que llega a través de un portal a un escenario idéntico a su domicilio que desafía su entendimiento pero en el que, en contraposición con su propio hogar en el que sus padres están siempre ocupados y su casa es vieja y aburrida, aquí todo es divertido, sus padres juegan con ella, no la regañan, le preparan deliciosos desayunos, etc.

El terror se encuentra entonces en que estas nuevas versiones de sus padres tienen cosidos unos botones negros en lugar de sus ojos, algo perturbador que sirve como elemento de ruptura en un mundo aparentemente perfecto y que hace las veces de elemento terrorífico para el espectador, y en la elección que se le plantea a la propia niña: volver a su hogar imperfecto o quedarse en este nuevo con una versión que no es real de sus propios padres y coser ella también unos botones a su cara.
Pero es una decisión que, dentro del terreno de la especulación, no es real. “Los mundos de Coraline” termina con su protagonista en una escena bucólica en la que reparte bebidas entre todos sus vecinos mientras plantan flores en el jardín trasero de la nueva vivienda, la cámara se aleja y en última instancia vemos cómo el gato negro que había acompañado a Coraline durante toda la aventura desaparece detrás del poste de un cartel; literalmente desaparece. Cruza por detrás del poste y en lugar de aparecer por el otro lado como dicta la lógica, simplemente deja de estar ahí. Magia. Algo que choca directamente con lo visto durante la película en la que el gato se comportaba como un gato normal en el mundo real y sólo mostraba dotes sobrenaturales al traspasar la puerta hacia el otro hogar.
Ante esta afirmación sólo cabe una respuesta: Coraline finalmente no escapó del otro lado.
Es más, contemplar esta posibilidad abre un nuevo abanico de perspectivas sobre la película. A lo largo de la cinta se descubre que esa otra madre con botones en lugar de ojos y que intenta convencer a la niña de que se quede con ella es conocida como La Bruja, entonces ¿Qué tal si el gato negro realmente no estaba ayudando a Coraline?
En la mitología popular, especialmente a partir del siglo XVII, la sociedad supersticiosa comenzó a asociar los gatos negros con las brujas como familiares y siervos de estas y portadores del mal y la mala suerte, y también los hemos visto en el lado opuesto, como un giro de tuerca a esa misma cultura. En “El retorno de las brujas”, por ejemplo, Thackery Binx es transformado en un gato negro inmortal que se alía con los protagonistas adolescentes para tratar de derrotar a las brujas que acabaron con la vida de su hermana. La ficción retorció el mito hasta volverlo algo cotidiano hasta el punto de resultar natural ver a los mininos en cualquiera de los dos bandos, y con esa concepción juega el guión adaptado de Henry Selick. La historia del felino negro que se presenta como un aliado para la niña encaja con total naturalidad en la imaginería popular y consigue que el espectador no sospeche la vuelta de tuerca a los orígenes de la leyenda: el gato negro está de parte de la bruja.
Según la historia que nos presenta “Los mundos de Coraline”, la bruja busca a alguien a quien amar, un niño o niña con la que ejercer de madre para siempre y del que recibir su amor, y aunque en su versión cinematográfica se nos cuente que la bruja también busca algo que comer (dando a entender que el fin final de sus actos es comerse a los niños), en la novela original escrita por Neil Gaiman se dice que la bruja realmente ama a los pequeños, y es sólo cuando se aburre de ellos cuando se decide a deshacerse de los niños. Pero de Coraline no se aburre. Coraline es especial como ella sospechaba, finalmente una niña de la que nunca se aburriría, alguien a quien amar para siempre y cuyo amor desea ganar, y decide someterla a la misma prueba por la que pasaron el resto de niños solitarios e infelices a los que atrajo hasta su mundo después de espiarlos a través de un muñeco y le ofrece un trato: sólo tendría que coser los dos botones negros a sus ojos y ese hogar maravilloso en el que todos le prestaban atención, jugaban con ella y la consentían, sería para siempre, podría vivir eternamente en aquel sueño. Sólo tenía que elegir coserse los botones, ni siquiera le dolería le dicen sus otros padres, pero Coraline se asusta y los rechaza. Y en realidad supera la prueba de la bruja.

La bruja es consciente de que la joven no aceptaría quedarse con ella para siempre voluntariamente, es más, que Coraline hubiese aceptado los botones habría supuesto fallar su prueba como hicieron los demás niños rechazados, y es en ese momento en que supera esta prueba que la villana de la cinta decide que se quedaría con Coraline, pues su voluntad no había sucumbido tan fácilmente como la del resto de niños que habían optado por la opción fácil aceptando a su nueva madre y su amor no por ella misma, sino simplemente para ser colmados de regalos y escapar de la soledad.
A partir de este momento Coraline nunca más volverá a su hogar y su victoria es simplemente una patraña ideada por la bruja que además vuelve a tentarla con las maravillas de ese mundo poniendo de nuevo a prueba su carácter. Como en la foto de los compañeros de clase de la heroína o una de las apariciones de la propia madre, la antagonista demuestra que los botones en los ojos no es un rasgo imprescindible en ese mundo ni siquiera para ver y hasta ella misma puede adoptar una forma totalmente idéntica a la de la madre que le permitirá elaborar la ficción para llevar a cabo su plan de quedarse con su nueva “hija”. Con los niños en un papel ya innecesario, deja que Coraline los libere y la hace creer que ha ganado y ha conseguido huir de ella. Un mundo ahora más amplio y sin todas esas maravillas es mostrado a Coraline para que la farsa pueda continuar, y aunque no tenga forma de ver cómo el gato negro es capaz de desaparecer en este nuevo mundo, la protagonista está tan encantada de volver a casa que cuando le dice a su vecino Wybie “me alegra que me acosaras” (en relación a sus primeros encuentros) ni siquiera se percata de que la respuesta de este es: “no fue mi idea”.
La niña que escapaba a hurtadillas de su nuevo hogar porque estaba desencantada con su nueva vida y su nueva familia después de esta experiencia vuelve a casa mucho más feliz y agradecida, sólo que realmente no vuelve a su verdadera casa. Y quien recibe todo ese nuevo y renovado amor es la bruja, tal y como ella había planeado.
Mientras todo esté bien, todo estará bien, valga la redundancia, pero ahí se encuentra el verdadero terror, el miedo a algo conocido que no debería asustarnos pero lo hace: imagina cuán aterrador sería descubrir que la bruja finalmente ganó el juego y se salió con la suya. Imagina cuán aterrador sería pensar en no haberlo descubierto nunca…
¹ La clasificación del miedo de Sigmund Freud es algo hoy día ya desfasado desde un punto de vista clínico y teórico pero que en este contexto sirve a la hora de distinguir entre distintos tipos de miedo y cómo se han tratado desde la ficción.
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