*Contiene spoilers de Todo a la vez en todas partes (Dan Kwan, Daniel Scheinert, Daniels – 2022).

La idea de que Todo a la vez en todas partes está centrada en el multiverso, ni siquiera sobrevuela de cerca mis reflexiones posteriores a la película. Si bien es cierto que se trata de un elemento básico del guion, no es menos cierto que los tres personajes principales nos transmiten una idea de la vida que podemos transcribir en nuestro día a día, sin necesidad de otros universos. Es una familia como tantas de las que sobreviven en esta caótica e hiperactiva realidad. Y la finalidad de la historia no es transformarlos para que encajen en el ruido que proviene del exterior, sino hacernos ver que pueden encajar sin necesidad de mutilarse emocionalmente.

Joy Wang (Stephanie Hsu), la hija de la pareja protagonista, ha llegado a un punto vital que muchos conocemos bien: sólo quiere desaparecer. No somos totalmente conscientes del agujero emocional que supone llegar a sentirse así durante los años más transformadores de nuestra existencia. Quiero decir, sabemos que nos ocurre, pero es imposible ser plenamente conscientes. Es algo que nos sobrepasa sin remedio. Estamos tratando de crecer y sobre nuestra espalda hay un peso omnipresente, que nos persigue hasta el último rincón de nuestros pensamientos. Durante una primera fase podemos llegar incluso a considerarlo parte de los obstáculos naturales de la madurez, pero rara vez es así. Es artificial, una sensación que no debería estar ahí.

Nacemos en un entorno y unas circunstancias que nos arrastran como una corriente irrefrenable, asimilamos el desconcierto y un día arribamos en algún lugar donde sentimos una mínima estabilidad. Esa seguridad, por otra parte, puede ser un engaño que nos hacemos a nosotros mismos. No hemos llegado a una tierra fértil, sólo nos hemos aferrado a un mástil que sobresale de la olas, a la deriva. Vivimos con miedo e incertidumbre, lo acogemos como un hábito irremediable y pasan las horas, los días, los años. El tiempo, fuera de nuestro control, es la única fuerza que nos mueve.

El fin de todas las cosas es una forma de hallar la paz, sin duda. Y así es como Joy Wang quiere terminar con ese constante sufrimiento. El suicidio es algo terrorífico, y nadie llega a esa orilla guiado por sus propios pies. Joy no dice explícitamente que quiere poner fin a su vida, porque encuentra otra forma aparentemente menos dolorosa de llegar a la misma meta, y que es muy similar a la forma en que cada vez más gente trata de sobrevivir: dejar de sentir. En el momento en que los humanos nos transformamos en algo inanimado, como una simple roca, el dolor se va. La idea de apagar lo que nos hace humanos es más y más atractiva debido a la acumulación de sufrimiento. Si sentir trae consigo una angustia constante que crece lentamente, ¿de verdad merece la pena ser humano?

El padre de Joy, Waymond Wang (Ke Huy Quan), es una antítesis del héroe masculino por antonomasia. Su obvia contraposición a la versión “macho alfa” del personaje, en primera instancia lleva al público a creer que todo sigue el orden lógico esperable: Waymond es inservible y cómico en su estado inicial, pero ahora sí tenemos al héroe capaz de resolver el conflicto con su fuerza. El hecho de que el propio desarrollo de la historia se equivoque conscientemente, llevándonos a un punto en el que esa premisa resulta errónea, es lo que da sentido a Waymond.

Se trata de un hombre aparentemente despreocupado, pero nada más lejos de la realidad. Su mujer piensa que es débil y torpe, incapaz de ver en él un apoyo. Mientras que durante la mayor parte de la película el destino de los infinitos universos parece una carga contra la que Waymond tiene poco o nada que hacer, lo que no se nos deja ver, a propósito, es que su personalidad es lo que mantiene un cierto equilibro a su alrededor y permite que no todo se venga abajo. Esa personalidad que en lugar de débil es amable, y en lugar de despreocupado simplemente trata de ver la luz donde apenas hay. Quizá sea imposible encontrar una fórmula que solucione de golpe el gran entramado de problemas que nos mantienen atrapados en esta red de inseguridad y desasosiego, pero cualidades como la paciencia y la amabilidad pueden mantenernos a flote en cualquier tempestad. Quizá incluso tengamos que aprender a ver las pequeñas luces más de cerca. No lo sé, y realmente es imposible tratar de dar con una respuesta única y sencilla; y sin embargo, eso no es razón para perder nuestra humanidad. Aprender a luchar de forma diferente es algo que construir día a día, como se construye la personalidad de cada persona durante la primera parte de su vida, pudiendo reconstruirla más tarde. No hay un camino fácil, pero si tratamos de vencer a nuestra oscuridad interior con más oscuridad, estamos perdidos.

En su papel principal, Evelyn Wang (Michelle Yeoh) hace las veces tanto de catalizador como de mano ejecutora. Si la hija es una representación de lo que le ha sucedido a ella desde el comienzo de su vida adulta, su marido es la respuesta que siempre ha tenido al lado y no ha podido ver, a causa del ruido y caos exterior. Ella tiene todo lo necesario para ser feliz, y sin embargo es desgraciada. No necesita un mensaje publicitario que le recuerde que debe sonreír, necesita más eficiencia en el trabajo, dejar a un lado los conflictos que pueda posponer y mantener un orden frenético de actividad. El padre es el ejemplo perfecto de cómo creamos problemas a raíz de no querer enfrentar la realidad con simple honestidad y comprensión. Evelyn trata de forzar una felicidad familiar a base de destruir lo humano de cada individuo y dejar únicamente lo burocrático de nuestras relaciones. Es lo que, en mayor o menor medida, la mayoría de la gente hace.

Es Evelyn quien tiene en sus manos dejar a su hija acertar o equivocarse por su cuenta, dejar que la relación entre nieta y abuelo fluya con normalidad, y recordar que tuvo razones para enamorarse de Waymond, y éste no ha cambiado. Sólo tiene que dejar de luchar en la forma en que a diario se nos enseña: productividad, sonrisas forzadas, discusiones, y en definitiva mutar de piel hasta ser de piedra y poder vencer cualquier adversidad por pura resistencia al sufrimiento. En la película, por cuestiones temporales obvias, la evolución interna del personaje tiene que realizarse en cuestión de minutos. Es cierto, en la vida no es tan fácil. O sí, pero requiere un largo proceso de deconstrucción y reconstrucción personal. Esto debería ocurrir de forma más natural y menos traumática a medida que la sociedad sea capaz de adoptar nuevas formas de recuperar la luz que, si bien no sé si alguna vez tuvimos, desde luego está en nuestro interior, en nuestra propia humanidad.

Todo a la vez en todas partes no es relevante porque sea espectacular de ver en algunos momentos, o porque exprima un sistema de universos similar al que otras producciones en diferentes medios han tratado antes. Estamos en un momento de la humanidad en el que la cultura audiovisual es el principal agente de transformación a nivel global. Como público de cine y series, vivimos en una búsqueda constante de desfibrilación, perdiéndonos entre obras que explotan la anestesia del puro placer del entretenimiento, y obras que nos hacen viajar hacia lo más sórdido de nuestra existencia. Como parte de las redes sociales que construyen nuestro nuevo mundo, somos incitados a discusiones interminables, donde no hay otra finalidad salvo atraparnos en una espiral de atención constante. Todo está plagado de publicidad, de estímulos forzados. Nuestros intereses y metas son una fuerza de movimiento que asegura llevarnos a la felicidad, siempre a través de un minuto más de nuestro tiempo. La relevancia de Todo a la vez en todas partes reside en que no nos ofrece nada de eso, porque todo lo que tiene que ofrecernos ya está en nosotros mismos. Todo lo que buscamos ya forma parte de nuestra esencia, por el simple hecho de ser humanos. Y aunque todavía no sabemos muy bien cómo solucionar todo este desastre, podemos estar seguros de que dejar a un lado nuestra humanidad no es la fuerza que buscamos.


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