Hace unos años me dediqué ampliamente al estudio comparado de Fernando Pessoa y Anna Ajmátova en el contexto de la Europa de los años 20-30. En él, estudiaba la figura del poeta como icono espiritual de un pueblo a partir de un discurso que Husserl dio en 1918 sobre la pérdida de la espiritualidad en Europa. La conclusión del estudio acabó sosteniéndose en que este principio fenomenológico se daba a raíz de las postulaciones nietzscheanas sobre la muerte de Dios y, por lo tanto, de la idea de que los ciudadanos del siglo XX nacían desencantados, en su etimología más helénica. Procuraban así los poetas, una poética de la espiritualidad (el Soy vuestra voz de Anna Ajmátova y el Mensagem de Fernando Pessoa.)

Este estudio se basaba en el fenómeno casi público del poeta que adquiría una categoría de emisario. Sin embargo, apenas abordaba la existencia de la problemática personal e interna, ni hablaba de ese desencanto nietzscheano que parecía rezumar del fin de sciècle, sino que ambas cuestiones servían como excusa para hablar de la figura social del poeta.

Hoy he acabado de leer Las olas, de Virginia Woolf y, como escritora de su tiempo, comparte la misma esperanza ante el desencanto que tenían Pessoa y Ajmátova. No obstante, no se centra —ni siquiera aborda— en la figura del poeta como insuflador de esperanza comunitaria, sino que se sumerge en el malestar de su tiempo y deja entrever las pequeñas perlas de la vida que se esconden bajo las olas de la muerte. Es algo que Pessoa no hace en Mensagem, ni Ajmátova en Réquiem, pero que al mismo tiempo es el aspecto responsable de inundar de manera crucial la lírica y escritura de ambos poetas. En este breve, brevísimo falso ensayo expondré un par de pasajes de las Olas de Virginia Woolf que pueden relacionarse con su tiempo y que además también aparecen reflejadas en la obra de Fernando Pessoa y su galaxia heteronímica.

La naturaleza del asfalto: ciudades y falso nihilismo

«Son las diez de la mañana; los cristales
matizan una casa palaciega.
Por los jardines brotan las fuentes
Y la calle adoquinada, con su blancura
ardiente, duele a la vista.

Los bajos descansan tranquilos.
En algunos ya se han abierto las persianas
Y en algunos que otros, en habitaciones estucadas,
O entre las ramas y el papel pintado,
resplandecen, en un almuerzo, las porcelanas.
[…]»


Cesário Verde, Num barrio moderno (traducción propia)

«Desde muy temprano, en el alba, contra la costumbre solar de esta ciudad clara, la niebla envolvía en un leve manto, que el sol doraba gradualmente, las casas sucesivas, los espacios abolidos, los accidentes del paisaje y de las construcciones. […] El despertar de una ciudad, ya sea entre la niebla o de cualquier otro modo, es siempre para mí mucho más enternecedor que el alborear de los campos. […] Un amanecer en el campo me hace bien, un amanecer en la ciudad me hace mal y bien, pero es ésa la razón por la que me hace sentir tan bien. Sí, por la esperanza mayor que me produce, como todas las esperanzas, aquel gusto lejano y melancólico de no ser realidad. La mañana del campo existe, mientras que la mañana de la ciudad promete. Una hace vivir, la otra pensar. Y yo he de sentir siempre, al igual que los grandes malditos, que más vale pensar que vivir.«

Fernando Pessoa, El libro del desasosiego [336] p. 445 (Alianza Ed. – trad. Manuel Moya)

«Una vez más veo ante mí la calle habitual. El dosel de la civilización ha sido quemado. El cielo es oscuro como un barnizado hueso de ballena. Pero en el cielo hay cierta palidez, ya de los faroles, ya del alba. Hay una cierta agitación; parloteo de gorriones, en un plátano, no sé dónde. Hay cierto aire de inicio de día. No, no lo llamaré alba. ¿Qué es el alba en la ciudad para un hombre entrado en años, que, de pie en la calle, mira un poco mareado el cielo? El alba es como un emblanquecerse el cielo, como una renovación. Otro día, otro viernes, otro veinte de marzo, enero o septiembre. Otro general despertar. Las estrellas retroceden y se extinguen. La película de niebla adquiere densidad sobre los campos. El rojo se pone sobre las rosas, incluso en la pálida rosa que cuelga junto a la ventana del dormitorio. Un pájaro gorjea. Los campesinos encienden las tempranas velas. Sí, es la eterna renovación, el incesante alzarse y caer, caer y alzarse otra vez.

Virginia Woolf, Las olas, p. 283 (Orbis Ed. – Trad. Andrés Bosch)

Previo a escoger diferentes partes de la obra de Woolf y establecer una relación directa carente de contexto y únicamente avalada por un esteticismo similar al de Pessoa me gustaría mostrar esta comparativa temática entre tres obras que se suceden a lo largo de 40 años. Estos fragmentos sirven para defender ese proceso de articulación de la esperanza y demostrar que, en realidad, no son obras pesimistas ni nihilistas, sino más bien lo contrario, obras que alaban y aplauden la vida. Unos cincuenta años antes del primer poema, Baudelaire publicaba un breve texto dentro de sus Flores del Mal titulado Le soleil en el que dictaminaba el abandono de la Naturaleza salvaje y abrazaba, por primera vez en la literatura europea, la ciudad como la nueva Naturaleza del hombre, y al poeta como luz de la nueva tierra (el adoquín) y de la maldad humana (Quand, ainsi qu’un poète, il descend dans les villes, Il ennoblit le sort des chooses les plus viles). Y cuarenta años antes de la publicación de las Flores del mal, el pintor Caspar David Friedrich ya ilustró el abandono de la Naturaleza salvaje por parte del hombre, quien quedaba desde entonces reducido a la mera contemplación estética de la naturaleza, como decía Kant en su Crítica al Juicio.

El esplendor de la Naturaleza está detrás de la piedra, y solamente Jesús crucificado puede verla. Nosotros, como espectadores románticos, únicamente podemos contentarnos con ver el negro de la roca y los árboles, y atisbar que allá atrás existe un esplendor natural que jamás seremos capaces de ver, pues ya no somos parte de la Naturaleza, ahora salvaje y desconocida.

El primer poema es de Cesário Verde, desconocido si no fuese por un pequeño libro de poemas conocido como O livro do Cesário Verde que publicó póstumamente un compañero suyo. Casi como un cuadro de Arcimboldo, vemos en el poema Num barrio moderno el despertar de una ciudad a las diez de la mañana en la que todo cobra vida: las fuentes brotan, y los blancos arden con el sol naciente; los bajos descansan tranquilos como si fueran ganado, y tras algunas persianas abiertas resplandece la vajilla de porcelana del desayuno. El poema, inscrito en la literatura de fin de sciècle (s.XIX) marca una pauta importantísima en la representación de la ciudad como naturaleza: de la misma manera que en los bosques los árboles, las flores y los animales se despiertan con la luz del sol, en la ciudad amanecen las aletargadas calles adoquinadas y los bajos abren sus ojos levantando las persianas, hemos aceptado que la ciudad sea nuestro nuevo hogar. La figura de Verde, además, es fundamental para la identidad literaria de Fernando Pessoa, quien lo considera su maestro.

En la obra de Fernando Pessoa vemos algo similar, pero llevado a un grado más, el del pensamiento humano. Ya no es la ciudad que despierta sola, sino que las personas somos parte del amanecer y, en ese alba que se finge tiniebla, imaginamos la promesa de un nuevo día. Entre la lectura del primer poema y la escritura del segundo fragmento hay un tiempo prudencial que permitió aclarar y asentar con más firmeza una propuesta que en Cesário se intuye y en Pessoa se afirma: la naturaleza, pese a su muerte, sigue dando y dando vida.

En las Olas existe un constante movimiento del oleaje que recuerda al movimiento de la vida. Además, cada etapa vital está dividida por la descripción de un paisaje que carece de narrador, haciendo que la naturaleza sea descrita siempre en el instante mismo de estar siendo vivida: no hay una mirada, no hay una contemplación, no hay siquiera promesa o personificación del paisaje, sino que la vida se da en su mínimo esplendor y la palabra se vuelve tan fina que camufla la distancia que existe entre lo que se dice y lo que es. Desde una penumbra matinal hasta el ocaso crepuscular de una noche nublada, la petrificación del instante ofrece una belleza tan directa que insufla la vida directamente en la imagen, sin pasar por el pensamiento de la palabra. Y en esa constante resaca, en ese ir y venir de las olas que rompen contra el acantilado vacío y ventoso, se encuentra el fragmento de arriba: pese a la muerte, la vida sigue, y se alza y se cae, y se cae para alzarse nuevamente.

En un principio, parece ser que el inicio del siglo XX tuvo un aura de desencanto, como si todo se hubiera perdido y se hubiera notado la falta de algo más allá que se responsabilizara de la existencia de la humanidad, una especie de nihilismo, pero se halla en las palabras que escribieron estos autores un hálito de vida, un respiro que mira más allá del bien y del mal, y que, sin pensar en el pasado, avanzan, convencidos de querer sentir la vida, por la belleza de una Naturaleza que existe más allá del ser humano. La ciudad ya era, desde Baudelaire, la nueva tierra, pero en las ciudades de Pessoa y Woolf se aprecia un brillo de esperanza. En el aparente pesimismo de la muerte, la vida se abre paso con todo su esplendor.

Identidades fractales: más allá de mí, más allá del otro

Si por algo es conocido Fernando Pessoa es por su heteronimia. Ya expliqué en su día —se puede leer en el tercer monográfico de la revista, en el que hablo de este tema también— cómo funcionaba el tema de Fernando Pessoa y su «personalidad múltiple». También expliqué que la heteronimia, a diferencia de los sujetos apócrifos como Machado, es una problemática vinculada al lenguaje, y no a la persona. La experiencia de sentir se ve atrapada por una máscara de lenguaje que se adhiere sobre la superficie de lo vivido y hace que se condense el mundo entero en una palabra. Y la incapacidad de expresarse sin esa máscara del lenguaje es lo que genera angustia en Fernando Pessoa. De esta manera, Pessoa acaba diciendo siempre lo mismo, pero de infinitas maneras: hay que vivir.

Esta problemática del lenguaje y de la identidad también me la he encontrado en Virginia Woolf. Si bien es cierto que Woolf no tiene heterónimos, la década de los 20-30 del siglo XX se puede llegar a caracterizar por una necesidad casi fisiológica de encontrar la manera de expresar la realidad de la manera más fiel posible a través de las limitaciones del lenguaje. En Europa se usaron métodos como la escritura automática que usa Woolf para escribir, o los surrealistas, que usaban campos magnéticos, o Joyce, que usó el flujo de conciencia, o la literatura rusa en la que estaba de moda el acmeísmo, en el que la palabra es un mero instrumento formal que debe transmitir su significado únicamente con el sonido natural de la palabra. En Portugal el surrealismo llegó en los años 80, por lo que Pessoa mantenía otro tipo de ejercicios, aunque, en definitiva, todos buscaban lo mismo: despersonalizar la experiencia del lenguaje para volverla natural, sensible y universal.

«Esta es la frase que necesito», me decía a mí mismo mientras un hermoso y fantasmal pájaro de fábula, o pez, o nube de luminosos contornos se alzaba para envolver en un instante y para siempre una idea que, imprecisa, me asediaba. […] El cristal, el globo de la vida, como uno lo llama, lejos de ser duro y frío al tacto, tiene la superficie del más fino aire. Si lo oprimo, estalla. Toda frase que extraigo, terminada y entera, de esta caldera es solamente una fila de seis pececillos que se han dejado pescar mientras millones de peces saltan y murmuran haciendo burbujear la caldera como plata hirviendo, y se escapan por entre mis dedos. Los rostros de la cena vuelven, rostros y rostros oprimen su belleza contra la superficie de mi burbuja, Neville, Susan, Louis, Jinny, Rhoda y mil más.»

Virginia Woolf, Las olas, p. 246 (Orbis Ed. – Trad. Andrés Bosch)

Si bien Pessoa mantenía cierta correlación con sus heterónimos, la problemática era personal, y no estaba limitada a la literariedad. Por ejemplo, siempre se habla de que Pessoa mantenía una correspondencia con Álvaro de Campos, su heterónimo más radical y vanguardista. Pessoa llegó incluso, una vez, a presentarse a una cita con Ofelia como Álvaro con la excusa de que Fernando se encontraba indispuesto. En este sentido, como la relación heteronímica iba más allá del texto en sí, y formaba parte de la vida y de su sentir, la problemática no partía de la existencia-en-sí de los heterónimos, sino de la incapacidad de todos ellos de aproximarse a la realidad que quieren expresar —a excepción de Alberto Caeiro, ya hablaré. Sin embargo, pese a que en Las Olas el abordaje a la cuestión del lenguaje sea planteado de manera similar a la que Pessoa se marca con su heteronimia, Woolf problematiza hasta sus últimas consecuencias la relación entre identidad y lenguaje.

Ya no existe la incapacidad de expresar aquello que se quiere decir, que se plasma al inicio de la novela, sino que se problematiza la propia existencia del personaje que ve atrapada su identidad en el lenguaje con el que los otros lo construyen. Es el darse cuenta de que el sujeto en sí mismo no existe como unidad, pero tampoco como colectividad, sino que se encuentra solo ante el silencio de los otros, que insuflaron la palabra en él y ahora lo abandonan.

Contra la puerta, en el muro, contra cierto cedro, vi arder luminosa, Neville, Jinny, Rhoda, Louis, Susan y yo, nuestra vida, nuestra identidad. […] Pero nosotros, contra los ladrillos, contra las ramas, los seis extraídos de entre millones y millones fuera por un momento de la abundancia sin medida del tiempo pasado y del tiempo por venir, ardíamos allí, triunfantes. El momento lo era todo, y el momento era suficiente. Y entonces Neville, Jinny, Susan y yo, tal como la ola rompe, rompimos nuestra unidad y nos entregamos a la más próxima hoja, a determinado pájaro, al niño con un aro, al perro que se balancea en torpes zancadas, al calor atesorado en los bosques después de un día ardiente, a las luces retorcidas como cintas blancas sobre las temblorosas aguas. Nos separamos. Fuimos consumidos en la oscuridad silenciosa de los árboles, dejando a Rhoda y a Louis en pie en el mirador, junto a la urna.»

En este sentido, Woolf supera —aunque únicamente dentro de los límites de la obra, y no de la vida— la tentativa central de Fernando Pessoa. La condensación del sentir la angustia del ser humano en el movimiento perpetuo del vaivén de una ola permite a Woolf culminar la problemática relación entre lenguaje e identidad de manera mucho más contundente que Pessoa, que por su parte supo expandir galácticamente el núcleo de la problemática y convertirla en una cuestión vital y universal.

El clamor del oleaje: compartir en soledad

El punto en el que he visto que más se distancian Pessoa y Woolf es en la compañía. En la obra de Pessoa siempre existe una brutal sensación de soledad que acaba produciendo el desasosiego característico del autor. Tanto en el Libro del Desasosiego como en su obra poética —o incluso dramática, pues en el teatrillo de El marinero también se puede ver esto— existe siempre un humo denso y pesado que impregna de una soledad pasmosa todo lo que toca. La angustia del heterónimo en realidad es externa, ajena a la poética. El ser múltiple en la vida literaria real de Pessoa lo salvaba de la soledad que liberaba en sus obras.

No obstante, en Woolf ocurre justo lo contrario. Una de las cosas que más me ha gustado —y por las que he sentido verdadero dolor al final— es que los personajes se acompañan toda la vida. Existe, ciertamente, un rifirrafe entre ellos, pero en la soledad de cada uno existe el recuerdo de los demás, y los seis, pese a sentirse solos juntos, están unidos por el estrecho vínculo de la vida. La lectura de las Olas no supone enfrentarse a la vida en soledad, sino acompañado de las diferentes personas y aspectos que componen la vida: la envidia, la esperanza, el dolor, el miedo, la alegría… Y todas ellas, reales o parte de un mismo ente o sujeto, crecen como flores de distintos pétalos que nacen de un mismo ramo, y a la hora de la muerte, la duda y el dolor no es por uno mismo, sino por los demás.

«¿Quién soy? He hablado de Bernard, Neville, Jinny, Susan, Rhoda y Louis. ¿Seré acaso todos ellos a la vez? ¿Soy uno y distinto? No lo sé. Aquí estamos sentados, juntos. Pero Percival ha muerto, y Rhoda ha muerto; estamos divididos; no estamos aquí. Si embargo, no veo obstáculo alguno que nos separe. No hay división entre ellos y yo. Mientras hablaba, pensaba; «Soy tu.» Esa diferencia a la que tanta importancia damos, esa identidad que tan febrilmente ansiamos, quedó superada. Sí, desde el instante en que la vieja señora Constable alzó la esponja y la cálida agua cubrió mi carne, he tenido sensibilidad y percepción. Aquí en la frente llevo el golpe que me di, cuando Percival cayó. Aquí, en el cogote, llevo el beso que Jinny dio a Louis. Mis ojos se llenan con las lágrimas de Susan. Veo a lo lejos, temblorosa como una hebra de oro, la columna que Rhoda veía, y siento el aire levantado por su vuelo, cuando Rhoda saltó. De esta manera, cuando llega el momento de dar forma, aquí, en esta mesa, entre mis manos, a la historia de mi vida y ponerla ante ti, como una cosa completa, he de recordar cosas que se han ido muy lejos, que se han hundido, cosas que me rodean, y también los huéspedes esos fantasmas casi parlantes que merodean noche y día, que se revuelcan entre sueños, que emiten confusos gritos, sombras de gente que uno hubiera podido ser, yoes nonatos. […] Pero ahí está tu rostro. Veo la expresión de tus ojos. Yo, que me había creído tan vasto, un templo, una iglesia, un universo sin límites, capaz de estar en todas partes, junto a todas las cosas, y también aquí, no soy más que eso que ves, un hombre entrado en años, de cuerpo bastante pesado, de grises sienes, que apoya un codo en la mesa. […] Llama al camarero. Paga la cuenta. Debemos levantarnos de la silla. Debemos ir en busca de nuestros amigos. Debemos irnos. Deber, deber, deber… Detestable palabra. Una vez más, yo que me creía inmune, yo que había dicho «Me he liberado de esto», me doy cuenta de que la ola me ha revolcado.

Virginia Woolf, Las olas, p. 276 (Orbis Ed. – Trad. Andrés Bosch)

Pese a que las vidas de todos acaban fundidas en una sola, existe siempre ese alguien por el que merece la pena vencer a la muerte. En Pessoa esta figura del otro es inexistente. Se la conoce de afuera, pero dentro retumba un silencio ensordecedor y una soledad apabullante. Y en la lectura de su obra se cierne la oscuridad sobre los hombros de quien lee, y la luz se encuentra aún en esa oscuridad, quizá onírica, pero abandonada. En cambio, en Woolf existe una esperanza mucho más allá de lo espiritual que se plantea con Ajmátova o Pessoa: existen túneles, como decía Ricoeur, que enlazan las vidas humanas y las llenan de sentido, y eso hace que la lectura sea mucho más dolorosa y angustiante.

En la muerte del personaje principal de las Olas existen las memorias de aquellos cinco que escogió de entre millones, y sin ellos el personaje no sería el personaje, no sería nada. Y en su muerte, la angustia no es la soledad o el no haber vivido, sino que lo vivido sea olvidado, porque la vida de los seis quedaba protegida únicamente en el recuerdo del último personaje que acaba muriendo.

Y tras la muerte, mueren todos aquellos que lo antecedieron. Y la pequeña memoria que tienes tú, que has llegado hasta aquí leyendo, morirá contigo. Ese momento en clase, esa charla con mamá, esa vez en la que te quedaste a dormir en la casa de un amigo, esa tarde de lluvia que jugaste con tu hermano a una consola que ya no existe. Y cuando mueras, todo eso se olvidará, y el mundo olvidará vuestra memoria, y lo que tú fuiste, y lo que fue tu clase, y tu mamá, y tu amigo, y tu hermano, y solo quedará la vida que, como las olas del mar, siempre va y vuelve.


Espada y Pluma te necesita

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