Jimmy McNulty es un alcohólico obseso con su labor policial; un tren mohecido que no se detiene en estación alguna, constantemente al borde del descarrilamiento. Jimmy tiene una razón de ser (los casos por resolver) y algo con lo que dejar de ser (la botella). Su obsesión le hace arrasar con todo a su paso: no sólo es capaz de tergiversar pruebas e inventar asesinos en serie falsos, sino que conduce borracho, pone los cuernos a su novia y desatiende a sus hijos. Los únicos momentos en los que se aprecian en él retazos de humanidad y cierta responsabilidad para con la vida es cuando toma un papel más pasivo en el Cuerpo. Su condición de policía le usurpa la humanidad para convertirlo en un engranaje más de un sistema putrefacto, corrupto y ejecutor de las peores de las ideas.  

Entre los compañeros de Jimmy se encuentran elementos de similar lindeza: el que pega por gusto, el que pega por ascender, el que roba parte de lo requisado a los traficantes, el que falsifica informes… La inmoralidad permea todos los niveles de la pirámide: desde el policía raso de narcóticos, que zurra a quinceañeros en las esquinas; hasta el jefe de policía, poco más que un manijero del alcalde dispuesto a alterar estadísticas y corromper la estructura del cuerpo para perpetuarse en el poder. Hombre por hombre, los policías de Baltimore son pobres diablos preocupados por hacerse un hueco en la selva social. No son más que americanos carentes de moral, feligreses de la religión neoliberal y posmoderna.

The Wire (David Simon, 2002-2008) fue una revolución a comienzos de este siglo al proponer una visión rompedora (y necesaria) del papel de la policía en el sistema, especialmente de aquella que actuaba en las zonas limítrofes de la sociedad (unas que cada vez se volvían más céntricas). Sobre esta crítica a la institución policial sobrevolaba otra crítica mayor: la que hacía a las raíces del sistema neoliberal y la parafernalia alienante del sueño americano. The Wire critica el sistema capitalista y todos sus escalafones e instituciones con una certeza inaudita, y es gracias a que no le hace falta más que mostrar la realidad. No hay interpretaciones explícitas ni mensajes claros y rotundos; simplemente, el sistema es así, y por eso The Wire es incuestionable. El sistema se cae por su propio peso, es indefendible, y la policía juega un papel estratégico y simbólico en las dinámicas del sistema. 

El género policíaco y de gánsteres ha tenido innumerables manifestaciones, cada cuál reflejando a conveniencia la institución policial, unas veces con más benevolencia que otras. Mindhunter (David Fincher, 2017-2019) mostraba la erótica del federal encorbatado y el entramado intelectual que subyace a la ejecución de la ley. Scarface (Brian de Palma, 1984) hacía ver lo sexy del gánster frente al aburrido policía. En Los Soprano (1999-2007) triunfaba el chándal a la vez que se humanizaba a los malos. Otras innumerables series crónicas de policías, desde CSI hasta Mentes Criminales, muestran a policías benefactores que arreglan los desperfectos de la sociedad a la vez que ofrecen rompecabezas entretenidos en cada capítulo. The Wire es otra cosa, una obra prácticamente única, casi documental y caligráfica, un relato de las ruinas y cicatrices que deja el sistema, de su suciedad y quienes se ven obligados a vivir en ella. En The Wire no sólo no hay blancos y negros, sino que las capas de hollín le han quitado a la ciudad todo su color.  

This drug thing, this ain’t police work. I mean, I can send any fool with a badge and a gun to a corner to jack a crew and grab vials. But policing? I mean you call something a war, and pretty soon everyone is going to be running around acting like warriors.

Bunny Colvin

The Wire muestra el barro de Baltimore. Y, en este tapiz grisáceo y decadente, la Policía es retratada como una institución incompetente que usa el monopolio de la fuerza que le otorga el Estado para ir en contra de cualquier idea de progreso. Si algo queda claro en la obra de David Simon es que la policía no sirve para (casi) nada: aquello que arregla vuelve a ser reproducido por el sistema. Cada gánster esposado tiene siete sucesores dispuestos a ocupar su trono. Cada drogadicto apartado de las calles tiene detrás otros diez muriendo en las esquinas. La policía cree luchar contra lo antisistémico, cuando realmente lucha contra los desperdicios del propio sistema. El brazo armado del sistema se enfrenta a una hidra que él mismo ha creado. 

La imagen del policía como superhéroe moderno, una suerte de Superman que defiende al inocente, al Estado y su integridad es común, como decíamos, en numerosos productos artísticos de corte más lúdico. Pareciera que el policía parte de una bondad inherente, de santo que se sacrifica por el prójimo y sigue los preceptos del buen cristiano. Con frecuencia son fuertes, ingeniosos, valientes, inteligentes y perspicaces. Sin embargo, no es necesario irse a la ficción para darse cuenta de que el racismo, la homofobia, las palizas en las calles, las detenciones injustificadas o el abuso de poder son comunes en las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado. En los de verdad. En The Wire, los policías no sólo no son los buenos, sino que representan los vicios de la sociedad machista y neoliberal, donde el ensalzamiento de la promoción social se produce únicamente por el dinero o el poder, valga la redundancia. La crítica a la policía va más allá en La ciudad es nuestra (Simon, Pelecanos y Marcus Green, 2022), la serie más reciente del mismo creador, que centra su guion en la corrupción policial y las inmoralidades inherentes a una institución a la que no le faltan oportunidades para saltarse las leyes que ella misma quiere defender. Pareciera que los gángsteres tienen códigos más sólidos que esos policías que roban, extorsionan, falsifican documentos y siembran el miedo entre los inocentes de West Baltimore. 

En la obra de David Simon, el político (poder), el policía (manijero del poder) y el gángster (contrapoder) están todos atravesados por unas ideas comunes: la supervivencia del más fuerte, el empoderamiento a través del dinero, la incuestionable masculinización inherente a un sistema hiperjerarquizado… No dejan de ser productos de la sociedad capitalista, portadores del estandarte americano. Decía Martin Scorsese que, cuando era un joven que habitaba los peores barrios de Nueva York, pudo decidir entre ser gánster o cura. Al final se decidió por la calle de en medio y se hizo director de cine. En cualquier caso, ambas opciones tenían sentido, pues ser uno o lo otro dependía de contingencias y casualidades, ya que todo nace del mismo caldo de cultivo. No es casualidad que en La ciudad es nuestra, los actores que encarnan a los policías son los que veinte años antes encarnaron a los traficantes y drogadictos en The Wire. Son dos caras de la misma moneda, productos de un sistema injusto, de un dragón que se resiste a morir. La inteligencia de The Wire pasa por hacer visibles unas contingencias sistémicas, una estructura que supedita la maldad o la bondad individuales. La serie muestra la bajeza moral de todos sin excepción; una bajeza que nace del sistema, que la hace inevitable para sobrevivir y prosperar. Es una mirada transversal y caligráfica que radiografía desde la historias más pequeñas y mundanas hasta el entramado político que sobrevuela todo. La serie narra su historia desde la distancia adecuada para mostrar el tapiz completo a la vez que las pequeñas historias que lo componen. 

Pese a todo, quedan ciertas trazas de humanidad en cada policía. Aunque no lo consiga, Jimmy McNulty intenta dejar el alcohol para así dejar de hacer daño al resto. Cedric Daniels, Leaster Freamon o Bunny Colvin siguen siendo hombres íntegros y preocupados por el bienestar de las calles, capaces incluso de sobrepasar la ley para buscar el bien mayor. Carver y Herc dan palizas y persiguen a los chicos de las esquinas, pero después son capaces de preocuparse e implicarse en su bienestar. Uno no puede dejar de pensar en que, de no ser policías, la vida les dejaría ser mejores personas. Hombres rutinarios, con sus innumerables vicios, pero sin ser partícipes directos de la violencia de un sistema para con los desfavorecidos. Por ello la crítica de The Wire no pone el foco sobre la moral individual, ya que pocos saldrían ilesos y la reflexión última acabaría convirtiéndose en mera anécdota, sino que el relato acaba indagando en los males profundos del sistema.  

No deja de ser cierto que la policía encarcela a criminales y requisa armas y drogas, que hay buenas personas en el cuerpo y que de vez en cuando sus actuaciones son encomiables; pero más allá de los héroes que queramos crear y de las victorias que se quieran contar, la institución policial está enferma desde su propia concepción. Y, por ello, la solución no pasa por engordar el cuerpo hasta acabar en un mayor grado de represión e intrusión en la intimidad de la población. De hecho, en ciudades como Baltimore, donde la actuación policial ha sido brutal e incluso ilegal en muchas ocasiones, las cifras de delincuencia y percepción de peligro no dejan de crecer. La policía corta una cabeza para que aparezcan dos; se ahoga en sus limitados éxitos. No es más que un barniz en un mueble carcomido y de aspecto viejo. El sistema acabará muriendo de éxito, mientras que atrás deja muchas cosas rotas. Y la policía de Baltimore, intentando arreglar sus desaguisados, ha empujado a una ciudad a la ruina. 


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